De camino a la
junta en la cafetería con Ciri he tenido que aguantar, por educación evidentemente,
la perorata de un conocido sobre el calor que nos está achicharrando desde
mayo, producto respaldado por su bien formada opinión, del cambio climático tan
evidente para él, yo mantengo mis dudas. Habiendo vivido temperaturas tan
tórridas como ahora o más algún enteradillo me llama “negacionista”, debo decir
en mi defensa que no comprendo, qué quiere llamarme.
Lo más grave
no ha sido la soflama, sino el lugar, a pleno sol en medio de la acera y con el
viento en siesta, ejecutando una huelga de aires caídos.
Evidentemente
Ciri ya hace rato disfruta del ambiente tan apreciable de la cafetería. No
investiga en el teléfono como en otras ocasiones. Lo encuentro pensativo
mirando a un punto fijo. Me descubre e inmediatamente, cambia el aspecto por la
alegría de volver a juntarnos. Se pone de pie, me saluda con un abrazo, cosa
extraña en él. He afirmado en múltiples ocasiones su educación esmerada,
siempre nos estrechamos las manos, pero esta vez ha subido el tono afectivo
hasta el abrazo que comento.
Como estamos
disfrutando de un buen verano y muchos estáis de vacaciones hoy voy a aparcar
los temas serios tratados habitualmente por mi amigo y yo. Quiero contaros la
vivencia que hace unos años conmovió por este tiempo a Ciri. Vosotros, amigos
lectores, juzgareis sobre su grado de
credibilidad. Aseguro que a mí me dejó perplejo.
La confianza
que nos une hace fluir los comentarios entre nosotros sin miedos ni
suspicacias. Por eso Ciri me comunica una experiencia reciente que le trae de
cabeza. Comienza con unos antecedentes que son interrumpidos por aparición de
nuestros cafés. Se hace el silencio y degustamos en concentración compartida
estos instantes intensos, pero el compañero necesita seguir expresándose.
Ya os hablaré
del tema de hoy, ahora me ciño a lo que os decía más arriba.
—Compañero —me
dijo en aquel momento— has oído hablar
de las apariciones de espíritus, que pertenecieron a personas ya muertas, para
hablar con los vivos y pedirles cumplir alguna promesa inacabada ¿verdad?
—Sí, claro.
Distinto es que admita esos cuentos de chismorreos de la Edad Media. He
presenciado momentos en que alguien juraba y perjuraba haber visto a su madre
alrededor del altar de una iglesia. En la totalidad de los casos necesitaban
asistencia médica.
—¿Y el
capítulo de los asuntos oníricos? Debes admitir que los sueños, que tenemos
mientras dormimos, tienen un significado, no me lo puedes negar, porque Sigmund
Freud los estudió y obtuvo conclusiones admitidas por intelectuales
investigadores de las mentes humanas. Como me conoces bien podrías afirmar que
no soy supersticioso, pero estarás conmigo que algo hay de misterioso en el
ambiente nocturno, con las lechuzas, búhos y demás aves tenebrosas.
—Sí, no voy a
negártelo —le respondo más por congraciarme que por convencimiento.
—Hace unas
noches —reanudaba Ciri su charla— apenas podía dormir, el día había sido muy
caluroso. No paraba de dar vueltas en la cama. El pijama sudado, me desprendí
de la parte de arriba.
«Cuando de
pronto vi salir de la Biblia, que tenemos en el taquillón de la entra a Moisés
con su cayado, aquel con el que abrió el mar Rojo, para que pasaran los
israelitas y con el que golpeando la piedra sacó agua de la roca para el pueblo.
De niño creía que era parecido a las varitas mágicas de las hadas, pero no, se
asemejaba más a un garrote con capacidad de
poner en posición de firmes a los más díscolos. Se acercó hasta el borde
de la cama y me ordenó levantarme y seguirlo.
«Cómo iba a
negarme… Salté del catre y caí como por una ventana hasta un desierto de arena
ardiendo, me quemaba los pies. Ante mis lamentos ordenó Moisés a uno de sus
escoltas que me dieran unas calígulae, aquellas zapatillas de cuero parecidas a
las que utilizaban los romanos. Al momento cumplieron sus órdenes y me las
calzaron, un poco justas, pero me calmaban el calor.
«Pedí a gritos
a mi señora que me trajera un sombrero de la percha de la entrada a casa, sin embargo,
el compañero que antes servía al jefe del pueblo y que ahora se había quedado
conmigo, hizo con un lienzo de colores oscuros un turbante y me lo colocó en la
cabeza.
«Se extrañó
del vestido que yo llevaba (los pantalones cortos del pijama) preguntándome qué
era aquella cosa. Como yo estaba patidifuso y el tipo me miraba por debajo de
la cintura, pensé que se me veían mis partes púdicas, pero no. Extrajo de las
alforjas del camello un vestido parecido a una túnica sin mangas, me lo vistió
desde la cabeza hasta los pies y ordenó que me lo ciñera con un cinturón de
cuero que también me ofrecía. Comenzaba a invadirme un calor como de horno
antiguo de panadero. El sudor me salía ya desde la boina manual y me recorría
todo el cuerpo.
«Aquel lugar
estaba abarrotado de gente, vestida de modo parecido al mío, que gritaba, pero
no era capaz de entender qué decían. Algunos niños llevaban cabras o corderos
atados con cordeles, al modo como nosotros paseamos nuestros perros. Entre el
gentío buscaba a mi señora y la llamaba a gritos. Por ninguna parte la veía. El
olor pestilente de todas las partes del cuerpo humano desde las axilas (aquí
debería llamarlas sobacos que suena más fuerte) olvidadas del agua y del jabón
se hizo casi palpable al tacto.
«Con todas mis
fuerzas empecé a empujar a unos y otros. El esfuerzo me obligó a respirar más
rápido e intenso, a punto estaban las
piernas de abandonarme en la arena. Con un esfuerzo sobre humano conseguí
llegar a los límites del grupo mal oliente, abarrotado y denso como una sartén
de gachas de la Mancha. El viento que logré
llevar a los pulmones era tan ardiente como el de una playa a las dos de la
tarde, pero en pleno desierto.
«Perforó mis
oídos un sonido agudo de miles de decibelios. Uno de los servidores de Moisés
se había subido a los hombros de otro y hacía sonar un cuerno hueco de carnero.
El gentío se silenciaba poco a poco. Solo los balidos y rebuznos de los
animales mantenían su desprecio por la orden de acallar.
«Entre cuatro
hombres fornidos sujetaron un escudo de guerrero sobre el que subió Moisés
empuñando su cayado, insistió en que guardaran silencio o eso me parecía a mí,
porque la gente cerraba la boca como en círculos alrededor de los del escudo.
«Como por
ensalmo la faz de Moisés, toda su figura y el garrote se convirtieron en la
cara y la estampa de mi mujer que
gritaba a voz en cuello: ¡Ciri, por favor! ¡Ciri despierta! ¡Ciri hazte vivo! ¡Que
vas levantar a toda la vecindad y son las dos de la mañana!.
«Al recobrar
la consciencia di un abrazo tan fuerte a mi señora que casi la estrujo, creo
que volver a la realidad de mi dormitorio y de mi cama fue uno de los momentos
más felices de toda mi vida.
Queridos
lectora y lector, doy fe, como si en testimonio judicial me hallara, de que lo narrado
goza de total rigor histórico y fidedigno. Me acompañan en mi testimonio la
señora de Ciri atestiguando que solo le faltó echarle un cubo de agua fría del
pozo y que no lo hizo porque el colchón quedaría dañado.
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Jueves, 10 de Julio del 2025
Sábado, 12 de Julio del 2025
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