Opinión

Ciri en el desierto

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 12 de Julio del 2025
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De camino a la junta en la cafetería con Ciri he tenido que aguantar, por educación evidentemente, la perorata de un conocido sobre el calor que nos está achicharrando desde mayo, producto respaldado por su bien formada opinión, del cambio climático tan evidente para él, yo mantengo mis dudas. Habiendo vivido temperaturas tan tórridas como ahora o más algún enteradillo me llama “negacionista”, debo decir en mi defensa que no comprendo, qué quiere llamarme.

Lo más grave no ha sido la soflama, sino el lugar, a pleno sol en medio de la acera y con el viento en siesta, ejecutando una huelga de aires caídos. 

Evidentemente Ciri ya hace rato disfruta del ambiente tan apreciable de la cafetería. No investiga en el teléfono como en otras ocasiones. Lo encuentro pensativo mirando a un punto fijo. Me descubre e inmediatamente, cambia el aspecto por la alegría de volver a juntarnos. Se pone de pie, me saluda con un abrazo, cosa extraña en él. He afirmado en múltiples ocasiones su educación esmerada, siempre nos estrechamos las manos, pero esta vez ha subido el tono afectivo hasta el abrazo que comento.

Como estamos disfrutando de un buen verano y muchos estáis de vacaciones hoy voy a aparcar los temas serios tratados habitualmente por mi amigo y yo. Quiero contaros la vivencia que hace unos años conmovió por este tiempo a Ciri. Vosotros, amigos lectores,  juzgareis sobre su grado de credibilidad. Aseguro que a mí me dejó perplejo.

La confianza que nos une hace fluir los comentarios entre nosotros sin miedos ni suspicacias. Por eso Ciri me comunica una experiencia reciente que le trae de cabeza. Comienza con unos antecedentes que son interrumpidos por aparición de nuestros cafés. Se hace el silencio y degustamos en concentración compartida estos instantes intensos, pero el compañero necesita seguir expresándose.

Ya os hablaré del tema de hoy, ahora me ciño a lo que os decía más arriba.

—Compañero —me dijo en aquel momento—  has oído hablar de las apariciones de espíritus, que pertenecieron a personas ya muertas, para hablar con los vivos y pedirles cumplir alguna promesa inacabada ¿verdad?

—Sí, claro. Distinto es que admita esos cuentos de chismorreos de la Edad Media. He presenciado momentos en que alguien juraba y perjuraba haber visto a su madre alrededor del altar de una iglesia. En la totalidad de los casos necesitaban asistencia médica.

—¿Y el capítulo de los asuntos oníricos? Debes admitir que los sueños, que tenemos mientras dormimos, tienen un significado, no me lo puedes negar, porque Sigmund Freud los estudió y obtuvo conclusiones admitidas por intelectuales investigadores de las mentes humanas. Como me conoces bien podrías afirmar que no soy supersticioso, pero estarás conmigo que algo hay de misterioso en el ambiente nocturno, con las lechuzas, búhos y demás aves tenebrosas.

—Sí, no voy a negártelo —le respondo más por congraciarme que por convencimiento.

—Hace unas noches —reanudaba Ciri su charla— apenas podía dormir, el día había sido muy caluroso. No paraba de dar vueltas en la cama. El pijama sudado, me desprendí de la parte de arriba.

«Cuando de pronto vi salir de la Biblia, que tenemos en el taquillón de la entra a Moisés con su cayado, aquel con el que abrió el mar Rojo, para que pasaran los israelitas y con el que golpeando la piedra sacó agua de la roca para el pueblo. De niño creía que era parecido a las varitas mágicas de las hadas, pero no, se asemejaba más a un garrote con capacidad de  poner en posición de firmes a los más díscolos. Se acercó hasta el borde de la cama y me ordenó levantarme y seguirlo.

«Cómo iba a negarme… Salté del catre y caí como por una ventana hasta un desierto de arena ardiendo, me quemaba los pies. Ante mis lamentos ordenó Moisés a uno de sus escoltas que me dieran unas calígulae, aquellas zapatillas de cuero parecidas a las que utilizaban los romanos. Al momento cumplieron sus órdenes y me las calzaron, un poco justas, pero me calmaban el calor.

«Pedí a gritos a mi señora que me trajera un sombrero de la percha de la entrada a casa, sin embargo, el compañero que antes servía al jefe del pueblo y que ahora se había quedado conmigo, hizo con un lienzo de colores oscuros un turbante y me lo colocó en la cabeza.

«Se extrañó del vestido que yo llevaba (los pantalones cortos del pijama) preguntándome qué era aquella cosa. Como yo estaba patidifuso y el tipo me miraba por debajo de la cintura, pensé que se me veían mis partes púdicas, pero no. Extrajo de las alforjas del camello un vestido parecido a una túnica sin mangas, me lo vistió desde la cabeza hasta los pies y ordenó que me lo ciñera con un cinturón de cuero que también me ofrecía. Comenzaba a invadirme un calor como de horno antiguo de panadero. El sudor me salía ya desde la boina manual y me recorría todo el cuerpo.

«Aquel lugar estaba abarrotado de gente, vestida de modo parecido al mío, que gritaba, pero no era capaz de entender qué decían. Algunos niños llevaban cabras o corderos atados con cordeles, al modo como nosotros paseamos nuestros perros. Entre el gentío buscaba a mi señora y la llamaba a gritos. Por ninguna parte la veía. El olor pestilente de todas las partes del cuerpo humano desde las axilas (aquí debería llamarlas sobacos que suena más fuerte) olvidadas del agua y del jabón se hizo casi palpable al tacto.

«Con todas mis fuerzas empecé a empujar a unos y otros. El esfuerzo me obligó a respirar más rápido e intenso, a punto estaban  las piernas de abandonarme en la arena. Con un esfuerzo sobre humano conseguí llegar a los límites del grupo mal oliente, abarrotado y denso como una sartén de gachas de la Mancha.  El viento que logré llevar a los pulmones era tan ardiente como el de una playa a las dos de la tarde, pero en pleno desierto.

«Perforó mis oídos un sonido agudo de miles de decibelios. Uno de los servidores de Moisés se había subido a los hombros de otro y hacía sonar un cuerno hueco de carnero. El gentío se silenciaba poco a poco. Solo los balidos y rebuznos de los animales mantenían su desprecio por la orden de acallar.

«Entre cuatro hombres fornidos sujetaron un escudo de guerrero sobre el que subió Moisés empuñando su cayado, insistió en que guardaran silencio o eso me parecía a mí, porque la gente cerraba la boca como en círculos alrededor de los del escudo.

«Como por ensalmo la faz de Moisés, toda su figura y el garrote se convirtieron en la cara  y la estampa de mi mujer que gritaba a voz en cuello: ¡Ciri, por favor! ¡Ciri despierta! ¡Ciri hazte vivo! ¡Que vas levantar a toda la vecindad y son las dos de la mañana!.

«Al recobrar la consciencia di un abrazo tan fuerte a mi señora que casi la estrujo, creo que volver a la realidad de mi dormitorio y de mi cama fue uno de los momentos más felices de toda mi vida.

Queridos lectora y lector, doy fe, como si en testimonio judicial me hallara, de que lo narrado goza de total rigor histórico y fidedigno. Me acompañan en mi testimonio la señora de Ciri atestiguando que solo le faltó echarle un cubo de agua fría del pozo y que no lo hizo porque el colchón quedaría dañado.

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