Feria 2025

El estraperlista

Premio Local de Narraciones «Félix Grande» de la LXXIV Fiesta de las Letras Ciudad de Tomelloso - Autor, Alberto Lara

Alberto Lara | Miércoles, 20 de Agosto del 2025
{{Imagen.Descripcion}}

A diecinueve kilómetros de la llegada, en la oscuridad campestre de la noche, notó, después de arrollar un bache, que la rueda trasera de su bicicleta había pinchado. La pérdida de presión obligó a detener el pedaleo para no causar daños irreparables en la llanta. «Hay que joderse», dijo. Si ya resulta desagradable para un ciclista en competición echar el pie a tierra en pleno recorrido, para un hombre que se juega el sustento, supone un contratiempo desesperante, angustioso.

Enjugadas las lágrimas y la mucosidad con la manga de su camisa, retiró las pesa­ das alforjas que transportaba en el portaequipaje. Se esforzó por reposar los bultos delicadamente en la carretera para que la mercancía no sufriera desperfectos. Mientras tanto, con la pata de cabra rota, mantenía la bicicleta en pie gracias a su cadera, temblorosa por la fuerza que ejercían los músculos de su brazo. No obstante, de pronto, cuando se inclinó por completo para depositar las alforjas en el suelo, el manillar se desestabilizó; y, no consiguiendo recuperar el equilibrio, la aparatosa masa de hierro dio en tierra. Entre las múltiples maldiciones y blasfemias, se infiltró el recuerdo de su única familia:

«¡Y mi hija sola, esperándome para esta noche!».

*

Mi abuela no conoció, en sentido estricto, la soledad, -a pesar de que enviudó tempranamente y su prole se trasladó a la capital-, pues mi madre y mi tía se turnaban para encargarse a diario de la compra; mis tíos, agricultores, solían visitarla al final de su jornada laboral; y, con frecuencia, yo subía a la bicicleta, recorría los veintiún kiló­metros hasta el pueblo y pasaba la tarde en su compañía leyendo o haciendo mis pinitos literarios, cuando me narraba historias familiares y, más tarde, les daba forma de relato.

En las notas del móvil -hoy, garante de la memoria- volcaba con sumo detalle las anécdotas y los datos que mi abuela me refería. Atendía especialmente a trágicos sucesos como la detención de un antiguo vecino por un delito de ocultamiento de cosecha: se dedicaba a esconder el trigo para librarse de entregar a las autoridades su parte correspondiente, de modo que intervinieron la producción de sus terrenos. Debido a la reincidencia, no logró pagar la elevada multa y se declaró insolvente y fue a la cárcel. Siempre alegó que el trigo guardado se destinaba al consumo familiar, aunque, en ver­ dad, introducía el género en un mercado paralelo para lograr superiores beneficios, poniendo unos precios desorbitados al margen del Estado. «¿Y por qué? -justificaba mi abuela-. Pues porque el precio de las tasas oficiales no daba para vivir».

Sin embargo, tras el diagnóstico de la enfermedad hace unos meses, los efectos se evidenciaron con rapidez. Mi madre comenzó a recibir llamadas de la vecina, alertando de que mi abuela había salido a la calle sin motivo; a menudo, pedía llamar por teléfono a su prima de Almería, fallecida años atrás; o de repente, mientras preparaba el café del desayuno, se angustiaba porque no era capaz de seguir los pasos para hacerlo en su cafe­ tera de toda la vida. El deterioro imposibilitó su día a día en el pueblo, por lo que deci­ dieron trasladarla a nuestra casa para una atención más continuada.

*

Temió que el golpe de la bicicleta hubiera alertado a personas de las quinterías más próximas, así que aguzó su oído para detectar la posible aparición de presencias, atraí­das por el estruendo que había provocado la costalada. Pese a la tembladera, permanecía estático, igual que el moribundo empujado desde un edificio que sabe que la única for­ma de ganar segundos a la vida es quedarse quieto, en la misma posición en la que ha caído. Como no escuchó nada, asió el tubo inferior del cuadro con la mano derecha y el tubo del asiento con la mano izquierda. De un impulso, colocó la bicicleta en posición invertida, de modo que el manillar y el sillín sirvieron de punto de apoyo. Tanteó a os­ curas el neumático para identificar el agente pinchudo que había ocasionado la avería y lograr su evacuación. Sin embargo, no halló el esperado abrojo adherido a la cubierta.

Necesitaba arreglar el pinchazo y reiniciar la marcha de inmediato: todavía existía la posibilidad de que individuos malintencionados estuvieran rastreando el origen del ruido. Sacó de las alforjas la bomba de aire, los desmontadores y el parche; y, en el momento que se dispuso a separar la cubierta para extraer la cámara, entre los radios de la rueda pinchada, divisó dos focos de luz procedentes de linternas. En el silencio de la noche, dos batanes humanos, que se aproximaban por la carretera moliendo las piedras a su paso, empezaron a resonar en los parajes inmediatos. Ahora bien, cuando las dos siluetas alcanzaron el lugar exacto, no hallaron más que una bicicleta abandonada en medio del camino con la rueda deshinchada, girando sin parar.

*

A la hora de cenar, mi abuela se sienta en la mesa junto al resto de la familia, pero, con el plato humeante debajo, mantiene la mirada fija en la pared, con el rostro serio, terco, negándose a probar bocado. Se obstina en su idea: antes de tomar una cucharada, tiene que esperar la llegada de su padre. Al principio, con mucho tacto, intentábamos convencerla de que había fallecido hacía setenta años. Sin embargo, además del sucesivo berrinche, desolaba comprobar que, veinticuatro horas después, ya no recordaba las razones de la noche previa y volvía a pensar que regresaría de un momento a otro. Por culpa de la enfermedad, siempre que volvíamos a recordarle el trágico suceso, escucha­ba la noticia como si se tratara de la primera vez. Era un hecho del pasado que regresaba constantemente al presente, sintiéndose real. Consideramos que resultaba inhumano atravesar a diario el duelo por la pérdida de un ser querido, por lo que resolvimos no volver a recordar la cuestión para ahorrarle el disgusto.

Mi madre prueba ahora distintas maneras de persuasión, como que su padre llegará tarde o que había avisado de que no le esperaran porque cenaría fuera, en ambos casos sin éxito; aunque, al final, nadie sabe muy bien cómo ni por qué, siempre termina por agarrar los cubiertos y cenar cuando la comida ya se ha enfriado y el resto de la familia, o se ha levantado de la mesa, o se encuentra a la altura del postre. Le gusta pensar -y sospecho que es el motivo principal por el que abandona su cerrazón- que yo, al mon­ dar la naranja, guardo la piel para cuando llegue su padre, pues aún no ha olvidado que era uno de sus manjares favoritos.

*

Confundidas por el frustrado hallazgo, las dos siluetas alumbraron los alrededores. Semienterrados en el camino y parcialmente cubiertos de polvo, identificaron una bom­ba de aire, unos desmontadores y un parche; la desordenada disposición y el aparente fracaso en el intento de recoger los diversos utensilios evidenciaban una huida precipi­tada, instintiva. Parece que se ha zafado entre los trigales en el último suspiro. «j Bus­quemos el aceite!», ordenó una voz antes de descolgarse la escopeta del hombro y avan­ zar por el trigal campo a través. El fugitivo, tendido entre los sembrados contiguos al camino, se cubría el rostro con el antebrazo, mientras escuchaba a dos hombres pasar a pocos metros de su cuerpo: «cuando lo encuentre, se va a entender con esta».

Mientras la luz de las linternas se alejaba, receloso, regresó al camino para revisar el tramo por el que circuló los instantes previos a advertir el pinchazo. Tentó a patadas la superficie del camino y, entonces, entre las piedras, salió disparado un objeto metáli­ co. Orientándose por el oído, recogió el insólito artefacto y comprobó que no se corres­pondía a un mero escombro. Se trataba de un artilugio en forma de estrella, elaborado por alambres gruesos enrollados y retorcidos entre sí, cortados en las puntas con el propósito de que sobresalieran unas tiras puntiagudas. El pinchazo no se debía a un ca­pricho de la fortuna, sino que había caído en una trampa. Deprisa, volvió a la bicicleta y, a ciegas, se arrodilló para tantear el terreno. Notó que los hombres habían curioseado las herramientas. Recuperó la bomba de aire y los desmontadores; pero, a pesar de que agitó la tierra con ansiedad, se arrastró por los cardos del camino y exploró los trigales aledaños, no halló rastro del parche. En cuclillas, se llevó las manos a la cabeza.

Como en los momentos de supervivencia los sentidos y los pensamientos se agudizan, recordó en un instante de lucidez que entre el género llevaba hilo de bramante y se le ocurrió un método para arreglar el pinchazo sin el parche. Después de regresar a por las bolsas, escondidas entre el trigo, extrajo el rollo de hilo. Luego, quitó la cámara de la bicicleta y localizó con el tacto el agujero provocado por el alambre. A continuación, con el hilo de bramante, anudó los dos extremos del pinchazo para aislarlo del resto de la goma; y así, al inflarla, el aire no pasaría a la rotura y no se perdería. Montó de nuevo la rueda, armó la mercancía en el portaequipaje y, de nuevo, estaba en marcha.

Durante unos kilómetros se convenció de que había dejado atrás a los perseguidores y que, con toda seguridad, había conseguido escapar. No obstante, tras el cambio de rasante de una cuesta, dos hombres  le dieron el alto. Por fin, vio  sus caras de cerca:

¿cómo no pudo reconocerlos  antes por la voz? Desesperado,  probó un último intento:

« Os doy estos paquetes de tabaco también», pero el más espigado ya había empezado a descolgarse la escopeta del hombro.

*

Poco a poco han seguido evidenciándose los efectos de la enfermedad: a mí, me ha empezado a llamar por el nombre de mi primo mayor, su primer nieto, constatando que, en la memoria, perduran más las cosas que suponen una primera vez. Ya no monto en bicicleta con tanta frecuencia y, como es imposible retomar las conversaciones de anta­ño en el pueblo, cuando me quedo a solas con mi abuela, me dedico a leerle los relatos que escribí un día en base a las anécdotas que me contaba. Igual que antes yo actuaba como receptor, ahora soy yo quien le narra sucesivamente esas mismas historias; excepto una, que no conviene recordarle, para evitar un mayor dolor.

1256 usuarios han visto esta noticia
Comentarios

Debe Iniciar Sesión para comentar

{{userSocial.nombreUsuario}}
{{comentario.usuario.nombreUsuario}} - {{comentario.fechaAmigable}}

{{comentario.contenido}}

Eliminar Comentario

{{comentariohijo.usuario.nombreUsuario}} - {{comentariohijo.fechaAmigable}}

"{{comentariohijo.contenido}}"

Eliminar Comentario

Haga click para iniciar sesion con

facebook
Instagram
Google+
Twitter

Haga click para iniciar sesion con

facebook
Instagram
Google+
Twitter
  • {{obligatorio}}