A diecinueve kilómetros de la llegada,
en la oscuridad campestre de la noche, notó, después de arrollar
un bache, que la rueda trasera de su bicicleta
había pinchado. La pérdida de presión obligó a detener el pedaleo para no causar daños irreparables en la
llanta. «Hay que joderse», dijo. Si ya resulta desagradable para un ciclista
en competición echar el pie a tierra en pleno recorrido, para un hombre
que se juega el sustento, supone un contratiempo desesperante, angustioso.
Enjugadas las lágrimas y la mucosidad con la
manga de su camisa, retiró las pesa das alforjas
que transportaba en el portaequipaje. Se esforzó por reposar los bultos delicadamente en la carretera para que la mercancía no sufriera desperfectos. Mientras tanto, con la pata de cabra rota, mantenía la bicicleta en pie gracias
a su cadera, temblorosa por la fuerza que ejercían los músculos
de su brazo. No obstante,
de pronto, cuando se inclinó por completo
para depositar las alforjas en el suelo,
el manillar se desestabilizó; y, no consiguiendo recuperar el equilibrio, la aparatosa masa de hierro
dio en tierra. Entre las múltiples maldiciones y blasfemias, se infiltró
el recuerdo de su única familia:
«¡Y mi
hija sola, esperándome para esta noche!».
Mi abuela no conoció, en sentido estricto,
la soledad, -a pesar de que enviudó tempranamente y su prole se trasladó
a la capital-, pues mi madre y mi tía se turnaban para encargarse a diario de la compra; mis tíos, agricultores, solían
visitarla al final de su jornada laboral;
y, con frecuencia, yo subía a la bicicleta, recorría
los veintiún kilómetros hasta el pueblo y pasaba la tarde en
su compañía leyendo o haciendo mis pinitos literarios,
cuando me narraba
historias familiares y, más tarde,
les daba forma de relato.
En
las notas del móvil -hoy, garante de la memoria-
volcaba con sumo detalle las anécdotas y los datos que mi abuela me refería. Atendía
especialmente a trágicos sucesos como la detención
de un antiguo vecino por un delito de ocultamiento de cosecha: se dedicaba a esconder el trigo para librarse de entregar a las autoridades su parte correspondiente, de modo que intervinieron la producción de sus terrenos.
Debido a la reincidencia, no logró pagar la elevada multa y se declaró
insolvente y fue a la cárcel. Siempre alegó que el trigo guardado
se destinaba al consumo familiar,
aunque, en ver dad, introducía
el género en un mercado paralelo para lograr superiores beneficios, poniendo unos precios desorbitados al margen del Estado. «¿Y por
qué? -justificaba mi abuela-. Pues porque el precio
de las tasas oficiales no daba para vivir».
Sin
embargo, tras el diagnóstico de la enfermedad hace unos meses, los efectos se evidenciaron con rapidez. Mi madre comenzó
a recibir llamadas
de la vecina, alertando de que mi abuela había salido a la calle sin motivo;
a menudo, pedía llamar por teléfono a su prima de Almería,
fallecida años atrás; o de repente, mientras
preparaba el café del desayuno,
se angustiaba porque
no era capaz de seguir los pasos
para hacerlo en su cafe tera de toda la vida. El deterioro imposibilitó su día a día en el pueblo, por lo que deci dieron trasladarla a nuestra casa para una atención más continuada.
Temió que el golpe de la bicicleta
hubiera alertado a personas de las quinterías más próximas, así que aguzó su oído para detectar
la posible aparición
de presencias, atraídas por el estruendo
que había provocado
la costalada. Pese a la tembladera, permanecía estático, igual que el moribundo
empujado desde un edificio que sabe que la única forma de ganar segundos a la vida es quedarse
quieto, en la misma posición
en la que ha caído. Como no escuchó nada, asió el tubo inferior
del cuadro con la mano derecha
y el tubo del asiento con la mano izquierda. De un impulso,
colocó la bicicleta
en posición invertida,
de modo que el manillar y el sillín sirvieron de punto de apoyo.
Tanteó a os curas el neumático para identificar el agente
pinchudo que había ocasionado la avería y lograr su evacuación.
Sin embargo, no halló el esperado abrojo adherido a la cubierta.
Necesitaba arreglar el pinchazo y reiniciar la marcha de inmediato: todavía existía la posibilidad de que individuos malintencionados estuvieran rastreando el origen del ruido. Sacó de las alforjas la bomba de aire, los desmontadores y el parche;
y, en el momento que se dispuso a separar la cubierta para extraer
la cámara, entre los radios de la rueda pinchada,
divisó dos focos de
luz procedentes de linternas. En el silencio
de la noche, dos batanes humanos,
que se aproximaban por la carretera moliendo
las piedras a su paso, empezaron a resonar en los parajes
inmediatos. Ahora bien, cuando las dos siluetas
alcanzaron el lugar exacto, no hallaron más que una bicicleta abandonada en medio del camino con la rueda deshinchada, girando sin parar.
A la hora de cenar, mi abuela se sienta en la mesa junto al resto de la
familia, pero, con el plato humeante debajo,
mantiene la mirada
fija en la pared, con el rostro serio, terco, negándose a probar bocado.
Se obstina en su idea: antes de tomar una cucharada, tiene que esperar
la llegada de su padre. Al principio, con mucho tacto,
intentábamos convencerla de que había fallecido hacía setenta años. Sin embargo,
además del sucesivo berrinche, desolaba comprobar que, veinticuatro horas después, ya no recordaba
las razones de la noche previa y volvía a pensar
que regresaría de un momento a otro. Por culpa de la enfermedad, siempre
que volvíamos a recordarle el trágico suceso,
escuchaba la noticia como si se tratara de la primera
vez. Era un hecho del pasado que regresaba constantemente al presente, sintiéndose real. Consideramos que resultaba inhumano
atravesar a diario el duelo por la pérdida de un ser querido, por lo que resolvimos no volver a recordar la cuestión para ahorrarle el disgusto.
Mi
madre prueba ahora distintas maneras de persuasión, como que su padre llegará tarde o que había avisado de
que no le esperaran porque cenaría fuera, en ambos casos sin éxito; aunque, al final, nadie sabe muy bien cómo ni por qué, siempre termina por agarrar los cubiertos y cenar cuando
la comida ya se ha enfriado y el resto
de la familia,
o se ha levantado de la mesa, o se encuentra a la altura
del postre. Le gusta pensar -y sospecho que es el motivo principal
por el que abandona su cerrazón- que yo, al mon dar la naranja, guardo la piel
para cuando llegue
su padre, pues aún no ha olvidado
que era uno
de sus manjares favoritos.
Confundidas por el frustrado hallazgo,
las dos siluetas alumbraron los alrededores. Semienterrados en el camino y
parcialmente cubiertos de polvo, identificaron una bomba de aire, unos desmontadores y un parche;
la desordenada disposición y el aparente fracaso en el intento
de recoger los diversos utensilios
evidenciaban una huida precipitada, instintiva. Parece que se ha zafado entre los trigales en el último
suspiro. «j Busquemos el aceite!»,
ordenó una voz antes de descolgarse la escopeta
del hombro y avan zar por el trigal campo a través. El fugitivo, tendido
entre los sembrados
contiguos al camino, se cubría
el rostro con el antebrazo, mientras escuchaba a dos hombres pasar a pocos metros de su cuerpo: «cuando lo
encuentre, se va a entender
con esta».
Mientras la luz de las linternas se alejaba, receloso,
regresó al camino para revisar el
tramo por el que circuló los instantes previos
a advertir el pinchazo. Tentó a
patadas la superficie del camino y, entonces,
entre las piedras,
salió disparado un objeto metáli co. Orientándose por el oído, recogió el insólito artefacto
y comprobó que no se correspondía a un mero escombro.
Se trataba de un artilugio en forma de estrella, elaborado
por alambres gruesos
enrollados y retorcidos entre sí, cortados
en las puntas con el propósito de que sobresalieran unas tiras puntiagudas. El pinchazo no se debía a un capricho de la fortuna, sino que había
caído en una trampa. Deprisa, volvió a la bicicleta
y, a ciegas, se arrodilló
para tantear el terreno. Notó que los hombres habían curioseado las herramientas. Recuperó
la bomba de aire y los desmontadores; pero, a pesar de que agitó la tierra con ansiedad,
se arrastró por los cardos
del camino y exploró los trigales aledaños,
no halló rastro del parche.
En cuclillas, se llevó las manos a la cabeza.
Como en los momentos de supervivencia los sentidos y los pensamientos se agudizan, recordó
en un instante de lucidez que entre el género llevaba hilo de bramante
y se le ocurrió un método para arreglar el pinchazo sin el parche. Después de regresar a por las bolsas, escondidas entre el trigo, extrajo el rollo de hilo. Luego,
quitó la cámara de la bicicleta y localizó con el tacto el agujero
provocado por el alambre. A continuación, con el hilo de bramante, anudó los dos extremos del pinchazo para aislarlo del resto de la goma; y así, al inflarla,
el aire no pasaría a la rotura y no se perdería.
Montó de nuevo la
rueda, armó la mercancía en el portaequipaje y, de nuevo, estaba en marcha.
Durante unos kilómetros se convenció de que había dejado atrás
a los perseguidores y que, con toda seguridad, había conseguido escapar.
No obstante, tras el cambio
de rasante de una cuesta,
dos hombres le dieron
el alto. Por fin, vio sus
caras de cerca:
¿cómo no pudo reconocerlos
antes por la voz? Desesperado,
probó un último intento:
« Os doy estos paquetes de tabaco también», pero el más espigado ya había empezado
a descolgarse la escopeta del hombro.
Poco a poco han seguido
evidenciándose los efectos
de la enfermedad: a mí, me ha empezado a llamar por el nombre de mi primo mayor, su primer
nieto, constatando que, en la memoria, perduran
más las cosas que suponen
una primera vez. Ya no monto
en bicicleta con tanta frecuencia y, como es imposible retomar
las conversaciones de antaño en el pueblo, cuando
me quedo a solas con mi abuela,
me dedico a leerle los relatos que escribí un día en base a las anécdotas que me contaba.
Igual que antes yo actuaba como receptor,
ahora soy yo quien le narra sucesivamente esas mismas historias; excepto una, que no conviene
recordarle, para evitar un mayor dolor.
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Jueves, 21 de Agosto del 2025
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