El verano suele ser tiempo de vacaciones para la
gran mayoría de la población, jornadas
de descanso y recreo que aprovechamos para desconectar del trabajo, de la
rutina diaria o para disfrutar más de la familia. Más tarde, y después de la
holganza, también nos servirá para valorar las comodidades que tenemos en el
hogar y que suelen pasar
inadvertidas.
Es evidente que ya nadie consigue alargar este
tiempo de asueto más allá de unas jornadas. Atrás quedaron el mes o la quincena
de disfrute y es que está todo tan caro que es casi imposible ampliar el
veraneo, entiéndase este por descanso total.
Aún así, en estos días la tarjeta de crédito echa
humo; luego vendrá septiembre con las rebajas, pero de momento no escatimamos
en gastos porque la ocasión lo demanda y, para unos días, no vamos a ser
tacaños.
Tampoco hace falta que crucemos el charco para
satisfacer esos pequeños caprichos que hacen este tiempo diferente. Cualquier
hotel de la costa nos brinda un montón de posibilidades más allá del
alojamiento. Será por eso que, siempre que puedo, disfruto de la curiosidad
sobre la actitud de mis semejantes en el mismo ambiente.
Como soy un cotillo, hay dos o tres espacios que
siempre asocio o comparo con la democracia. La playa, la piscina y el comedor
me dan pistas sobre la gran diversidad de cuerpos y la variedad de conductas o procederes.
Altos, bajos, gordos, delgados, guapos, feos,
peludos, calvos, bronceados, pálidos, jóvenes, maduros, pensionistas y mayores
en general compartimos espacios de ocio y entretenimiento. Aplíquense todos
estos calificativos a ambos sexos para no causar discriminación.
Desde la hamaca de la piscina, y con discreción,
advierto barrigas cerveceras, culos caídos o prominentes, celulitis, piernas
varicosas, pechos turgentes, o no, y por supuesto, muchos tatuajes.
Muchos de estos grabados en la piel son discretos,
apenas un pequeño detalle, unas letras o alguna fecha. Son quizás un capricho,
una señal, un distintivo para marcar diferencias con el otro. En otras
ocasiones los dibujos cuentan historias personales que son un misterio, enigmas
que solo conocen sus portadores.
Allá cada cual con sus gustos, personalmente me
cuesta entender el abuso de la tinta sobre la piel y, sobre todo, me pregunto
cómo tratará el tiempo estas ilustraciones cuando la epidermis deje de estar
tersa.
En cualquier caso todos tienen, tenemos, una personalidad diferente en cuerpos imperfectos. Solo unos pocos logran alcanzar los cánones de belleza de la antigua Grecia, adonis perseverantes en la dieta y con mucho gimnasio consiguen que todos volvamos la vista y sintamos cierta envidia al verlos pasar. Pero como cuento, son los menos. Esa gran pluralidad es comparable a la multitud de pensamientos y actuaciones en un sistema democrático. Otra cosa son el sentido común o los desmanes.
En el comedor las diferencias sobre el
comportamiento son otras. Y así, en el bufé, me llaman la atención los excesos
y los abusos. Gentes que parecen no haber comido en su vida, comensales ávidos
de experiencias gastronómicas, siendo capaces de mezclar en el desayuno huevos
fritos con churros, ¡¡qué horror!! También son los menos los que se decantan
por un menú de legumbres o siguen con su régimen habitual, pero este proceder
suele ser una rareza.
Ante la excesiva oferta alimentaria muchos
confunden diversidad con exceso, y luego, ante el hastío o el atracón, dejan
platos rebosantes sin consumir, muestra de una sociedad opulenta y caprichosa
ajena a lo que sucede a nuestro alrededor.
Siempre que observo este derroche, la mente me
conduce a las imágenes que desde hace tiempo nos ofrecen los informativos y que
desgraciadamente son actualidad. Me refiero en particular al conflicto de Gaza
en el que, aparte de la tragedia de la guerra, se unen la penuria y la
desesperación por conseguir algo de comida, donde los niños se están muriendo
de hambre, y muchos, tratando de conseguir un poco de harina u otro alimento,
pierden la vida.
En estos días apenas leemos los periódicos y le
prestamos poca atención a las noticias, porque nosotros estamos a lo nuestro,
tratando de desconectar de la realidad, ajenos al desastre que suponen los
incendios; y nos cuesta empatizar a pesar de que medio país esté ardiendo.
Desde el chiringuito, y saboreando una cerveza,
escuchamos el runrún de los tertulianos en la tele o la radio. Ellos hablan y
hablan, le dan vueltas y más vueltas opinando sobre la vorágine de las llamas,
incendios provocados o no que asolan nuestra geografía, comentaristas capaces
de rellenar horas de programación tratando de dar cobertura a la noticia desde
su criterio personal. Otra cosa distinta es el partidismo político según el
medio que nos ofrece la información.
Todos sabemos que los incendios se apagan con
recursos que cuestan dinero, que es primordial limpiar los bosques antes del
verano para prevenir, que la disminución de la ganadería extensiva importa y
mucho. Además de estas cuestiones es urgente e imprescindible una planificación
seria sobre el asunto. Y sobre todo, hay que aplicar el sentido común que
muchos, desde los despachos, no quieren ver; porque el empeoramiento de las
condiciones por el cambio climático es una seria advertencia que no debemos ignorar.
Este verano ha sido nefasto a nivel medio
ambiental, pero sobre todo ha castigado a esa España vaciada, a la sociedad
rural a la que tanto debemos por los recursos que nos aporta y que apenas
tenemos en consideración desde la gran urbe.
Vemos esas desoladoras imágenes y por un momento
nos compungimos, nos consternamos ante tamaña desgracia. Pero estamos de
vacaciones y nosotros no podemos hacer nada, aunque la realidad es que hace
mucho tiempo que nos han desactivado, que nos han desmovilizado y nos hemos
vuelto insensibles ante la desgracia.
"Cuando un monte se quema, algo suyo se quema,
señor conde" decía aquel eslogan del tardo-franquismo. Ahora podemos decir
sin temor a equivocarnos: "Cuando un monte se quema, algo nuestro se
quema". Pero estamos de vacaciones y nosotros... ¿qué podemos hacer?
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Martes, 2 de Septiembre del 2025
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