Dormía entre sus dueños, como si el sueño necesitara también ese calor compartido. A veces, cuando su madre limpiaba la casa y ponía música, se ponía a bailar, y Gala se quedaba mirándola, quieta, como quien contempla algo sagrado. En esa mirada había un reconocimiento puro, sin palabras: la certeza de que el amor podía expresarse también así, en un gesto cotidiano, en un instante de alegría compartida.

Gala no se quejaba nunca: acompañaba. Gala no reclamaba: ofrecía. Gala no exigía: estaba. En ese estar sencillo y constante hay una lección de amor que quienes tuvimos la fortuna de conocerla no olvidaremos.

Decía Rilke (un gran poeta), que los animales saben de nosotros más que nosotros mismos, porque nos miran sin juicio, con una verdad limpia. Tal vez por eso, cuando un ser como Gala nos deja, sentimos que nos arrancan una parte de lo más puro que llevábamos dentro.

Hoy este homenaje es para ella, pero también para su dueña, Isa, que fue más que su compañera: fue su madre, su refugio, su mundo entero junto a su familia. Que en el dolor de la ausencia encuentre consuelo la certeza de haber dado a Gala un hogar lleno de amor, donde vivió feliz, tranquila, rodeada de cariño.

Gala sigue viva en cada rincón de la casa, en cada mirada que la recuerda, en cada gesto de amor que sembró y que hoy florece en quienes la quisieron.