“Pasaje de las Memorias de Antoine Apollinarie, farmacéutico de las fuerzas armadas francesas, en el que cuenta sus vivencias durante su paso por la Mancha en la primavera de 1813, en plena retirada francesa a finales de la Guerra de la Independencia Española.”
Diré muy poco sobre la nueva ruta que seguí con mi división a través de las llanuras de la Mancha, que ya despertaba bajo el sol primaveral. Nos quedamos en Argamasilla de Alba, un pueblo pobre donde se dice que Cervantes fue encarcelado. Los estudiosos españoles deducen de este evento, al menos dudoso y sin causa conocida, que este pueblo fue el lugar de nacimiento de Don Quijote: Ese lugar del que Cervantes dijo no querer recordar su nombre.
Sin embargo, si él hubiera querido vengarse del maltrato al que fue sometido por los habitantes de Argamasilla seguro que la habría nombrado marchitándola con algún epíteto severo. Parece que actuó de manera diferente, ya que allí da a luz a los personajes principales de su novela inmortal: El sacerdote, la sobrina, el barbero y Sancho Panza son, cada uno a su manera, gente con muy sano juicio. A esta gente la podría haber buscado en vano Cervantes en muchos otros lugares.
El propio Don Quijote, aparte de un loco, era un hombre con unos sentimientos y mente muy preclaros; y si es cierto que los locos abundan en todas partes, debemos reconocer que sin duda él es el más divertido, y ¿por qué no decir el más sabio de todos? Dejemos en la oscuridad lo que Cervantes no quiso iluminar.
Una aventura bastante extraña me sucedió cerca de este pueblo; y necesito, antes de comenzar la historia, recordarle al lector que nunca suelto mi pluma de historiador. Fue, creo, en Tomelloso. No lo puedo asegurar, porque si el autor de Don Quijote dijo que no quería recordar el pueblo donde nació su héroe, debo declarar ingenuamente que no puedo recordar exactamente el pueblo donde me pasó esto que voy a contar. Por lo tanto, no es el "no quiero", sino el "no puedo" el arranque mi historia.
Una gran parada tuvo lugar cerca de este pueblo: Los dragones ya se habían apoderado de las casas más cercanas a la carretera cuando, al penetrar en el pueblo más profundamente, encontré una hermosa casa en la que entré “a la francesa” con mi sirviente, para que descansaran los caballos y para preparar la comida con las provisiones que habíamos traído.
Cuando me instalé en la cocina tres mujeres estaban allí rezando el rosario. Interrumpieron el rezo y me miraron. Asombradas, exclamaron "Jesús María" – palabras que en España equivalen a una gran sorpresa – y luego desaparecieron una tras otra. Pensé que estaban asustadas, aunque al final comprendí que no era miedo, sino estupefacción. Un poco más tarde, la puerta de la cocina se abrió suavemente. Distinguí una cabeza que pronunció otro "Jesús María", que luego desapareció para hacer espacio a otra cabeza. ¿Qué tenía en mí tan extraordinario? Estaba lejos de adivinarlo.
Una de las mujeres que había huido, que era cocinera, regresó con gesto radiante y me sonrió con gracia. Invitó a salir de la cocina a mi sirviente, que estaba tratando de asar en las brasas un filete de cabra o algo parecido. Me dijo que ella se encargaría de preparar la cena. Estaba muy contento de esa oferta, ya que siempre me inquietaban las innovaciones culinarias de mi cocinero Pierre Berrichon.
El momento era adecuado para nosotros y la comida estaba casi hecha. Cenamos pronto, y esa cena fue lo mejor de todo lo que había hecho en La Mancha, de donde no había mucho que contar. Nos trataron con gran honor y sentí que mi corazón se llenaba de buena fortuna. Además, el vino de la tierra me hizo ver el lado bueno de las cosas.
Apenas había terminado cuando vi entrar a un anciano, muy decentemente vestido, que se acercó a mí, sosteniendo en su mano su montera. Me levanté, suponiendo bien que él era el dueño de la casa, cuando de repente me abrazó. Este inesperado abrazo, que me pareció al menos extraordinario, me sorprendió, pero el asombro me dejó totalmente estupefacto tras decirme:
–¡Bienvenido seas a la casa de sus padres!
Y mientras lo miraba sin decir ni una palabra, abriendo mucho los ojos, añadió:
– Todos te hemos reconocido. Por fin creciste y te convertiste en un hombre, aunque has conservado tus rasgos inolvidables.
Continuó bastante tiempo sin que yo le interrumpiera. Luego me preguntó si tenía noticias del Conde de Cervera, si esperaba verlo de nuevo o si había recibido en Madrid una suma que él me había dirigido. Tal era la multiplicidad de su preguntas que con gran dificultad pude decirle que se estaba equivocando de persona, de la que sin duda no debería ser tan grandiosa como para poder engañarla tanto tiempo, mirándola bien.
– Yo no soy el hidalgo que crees que soy. Yo soy francés.
Tras habérselo aclarado pensé que había persuadido a mi anfitrión, pero no fue así.
– Entiendo – me dijo él – que no quieras aceptar tu origen. Sirves al rey intruso. Eso duele sin duda; pero... ¿es el sirviente el que culpa al maestro? ¡No temas ningún reproche y danos afecto por el afecto!
Iba a negar ese parecido de nuevo cuando la puerta se abrió, entrando otra persona. Era el cura.
– ¡Ayúdeme, señor sacerdote! – dijo mi anfitrión – ¿A quién tienes enfrente? ¿A quién tienes frente a tus ojos? ¡Dínoslo!
El cura sonrió y mirándome con ternura dijo:
– El que está delante de mis ojos es un buen joven a quien bauticé. Un noble descendiente de una familia de la que tengo el honor de ser amigo. ¿Qué pasa? ¿Alguien lo pone en duda? Su vieja nodriza y el ama de llaves vinieron a avisarme de la llegada repentina de vuestra merced. ¿Acaso se han equivocado? ¡Es él! De hecho es el hijo de mis entrañas... ¡qué felicidad verlo de nuevo!
Para mí era necesario poner fin a estos infortunios, y tuve que dejarles todo bastante claro para que se dieran por apercibidos. Entonces el sacerdote se acercó y me recomendó dejar a los franceses, ya que según él eran unos malvados que cargaban con la maldición del cielo. Por lo demás fue prudente, con un cierto aire de inspiración, porque el tiempo de la liberación de España estaba cerca y tenía que abandonarlos en sus tristes destinos.
El mayordomo, o el que fuera el nombre del sirviente de "mi ilustre familia", agregó sus ruegos a los del párroco. Mientras tanto, Pierre había ensillado mi caballo y había cargado el suyo. La trompeta sonaba y tenía que irme sin haber entendido nada. Ellos tenían una respuesta para todo: Si era más alto, era porque había crecido; si mi cara era seria, era porque me había convertido en un hombre; si tenía acento mientras hablaba mi idioma, era porque estaba yendo con franceses y había aprendido su idioma y desaprendido el mío. Cuando estaba en el patio, la multitud me rodeaba y todos me decían: "¡Qué caso tan raro! ¡Adiós! ¡Adiós caballero!
En el umbral de la puerta se encontraba una anciana; ella me miró con lágrimas en los ojos y exclamó en un tono penetrante: "¡Qué poca vergüenza! ¡Ni siquiera un recuerdo de tu pobre ama de leche! Según ella era mi nodriza. Extendió su mano hacia mí, y avancé mecánicamente la mía, que ella agarró y besó.
Mi mayordomo respetuosamente sostuvo el estribo. El cura, enojado por mi obstinación de negarme a seguir sus consejos, me dio su bendición de todas formas. Pensé que todo había terminado, pero su mayordomo me pidió permiso para seguirme; y yo no pude, por conciencia, negarle ese favor. Entonces se vino caminando a mi lado y me habló sobre el estado de mis negocios, de lo asfixiantes que eran mis contribuciones y de lo que habían menguado mis ganancias, aprovechando siempre para repetir cientos de veces que los franceses iban a ser expulsados y que le alegraría volver a vernos tras rectificar. Él se mantuvo respetuosamente a mi lado, y solo me dejó a una gran distancia del pueblo. Con la esperanza de ser más sincero en mis cartas que en mis palabras me hizo prometer que le escribiría, y me tuve que comprometer a ir a ver al alcalde de El Toboso, que según él era un devoto amigo de mi ilustre familia.
Pensé que todo esto podría haber sido un sueño si mi criado no me hubiera demostrado que estábamos completamente abastecidos. Habíamos recibido un excelente jamón, varias barras de chocolate y una bota de vino, que mis fieles "sirvientes" habían pedido que aceptaramos: No hubo forma de convencerles. Incluso los compañeros habiendo visto a este español acompañándome y hablándome con la mayor deferencia habrían pensado en que exageraba la historia de mi aventura. Si en El Toboso hubiera tenido una cita con el alcalde, que conseguí evadir, no podría haber demostrado que existía entre mí y el joven Conde de Cervera un parecido tan extraordinario, capaz de producir las consecuencias narradas.
* El
autor ha traducido e interpretado este texto del original en lengua francesa y
procedente de las Memorias de la Guerra de España y Portugal de Antoine Laurent
Apollinaire Fée. Editado por Veuve Berger-Levrault en 1856 en Estrasburgo
(Francia).
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Viernes, 22 de Noviembre del 2024
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