Cuevas

Cuevas de Tomelloso, un tesoro arquitectónico que vuelve a ser apreciado

La Voz de Tomelloso ha visitado ya medio centenar de cuevas de la ciudad, joyas del subsuelo que jugaron un papel decisivo en la economía de miles de familias

Carlos Moreno | Viernes, 9 de Agosto del 2019
{{Imagen.Descripcion}} Reportajes fotográficos de Francisco  Navarro e Inmaculada Palacios Reportajes fotográficos de Francisco Navarro e Inmaculada Palacios

“Desde que pusieron la cooperativa , que verifica y administra el vino de la mayor parte de los labradores medianos y picholeros, la cuevas que minan Tomelloso quedaron vacías. Son ahora calabozos de tinajas hueras. De tinajas con telarañas y sin aliento de vinazas. Tinajas sin tapaderas, ni corcho. Cuevas muertas que tal vez en un futuro serán negocios de ágapes, bailongos y magreo. 

Las que encerraron hecho líquido la razón de tantas vidas, y la sangre de tantas penas, ahora al faltarle la alegría de los trasiegos y el chupar de bombas, de serpientes mangueras, de catadores, corredores de vino y los amigos del amo que se sentaban en las haldas de las tinajas a pasar un rato de la vida entre paladeo y paladeo, quedarían en espeluncas olvidadas. 

La riqueza de las casas de Tomelloso estaba en sus partes bajas, donde se guardaban las herencias de la familia y de la casa. Partes recónditas de la esperanza y de la lágrima, del buen rato y la comida escandiada”.

El bellísimo párrafo de García Pavón nos sirve de introducción a este reportaje sobre las cuevas de Tomelloso. Desde febrero del 2018 hasta hoy, los periodistas de La Voz de Tomelloso hemos visitado medio centenar, gracias a la amabilidad y hospitalidad de sus propietarios que nos han abierto de par en par las puertas de sus casas; asi hemos podido admirar estas joyas del subsuelo que jugaron un papel decisivo en la economía de las familias. 

Visitar una cueva implica conocer su arquitectura, rememorar sabia manera de trabajar de los vinateros, adivinar su evolución; ver, tocar, oler y sentir el pasado y acercarse a la historia de la familia propietaria. Durante muchos años, buena parte de la riqueza de la ciudad estuvo bajo tierra, en estas majestuosas cuevas donde el vino se elaboraba y criaba en unas excelentes condiciones de reposo, luz y temperatura. Imposible entender Tomelloso sin estas singulares construcciones. Muchas se las llevó la burbuja inmobiliaria, pero otras se quedaron gracias al empeño de sus propietarios en preservar las auténticas raíces y tradiciones de la ciudad. Y fue un gran acierto.

Poner en valor este gran tesoro arquitectónico. Desde nuestra salida, La Voz de Tomelloso ha realizado cincuenta reportajes sobre las Cuevas de Tomelloso. Un tesoro arquitectónico en nuestro subsuelo que conviene otorgarle la importancia que merece después de algunos años de incomprensible olvido. Este recorrido por las cuevas, que vamos a continuar, ha sido mucho más sencillo gracias a la generosa colaboración de José María Díaz, el hombre que en virtud de su oficio de tinajero conoce como nadie estas singulares construcciones. Además de acompañarnos, aportar valiosa información y hacer que nos fijemos en curiosos detalles, José María ha sido la herramienta perfecta para que los tomelloseros y tomelloseras nos abran de par e las puertas de las casas y nos enseñen sus cuevas.

Las cuevas de Tomelloso adoptan formas diferentes, varían también en la distribución de los espacios y en la propia decoración, pero todas enseñan un denominador común: son unos espacios casi mágicos, de temperatura agradable, donde todavía huele a vino y mosto pese a los muchos años que han pasado sin trabajar en ellas, incluso alguna todavía están en activo como las de Osborne.  Los claro-oscuros que provocan las lumbreras, la belleza de sus molduras y balaustradas, las impresionantes tinajas, ya sean de barro o cemento, la perfección de sus largas escaleras , los viejos aperos y útiles que contienen, las paredes encaladas y techos de tosca o arena son elementos que enseñan el ingente trabajo de picadores y terreras para culminar estas obras de arte que tan decisivo papel jugaron en la economía de la ciudad.

Cada cueva guarda celosamente la historia de la familia propietaria. Desde que comenzaran a construirse en el primer tercio del siglo XIX, varias generaciones de la misma familia han aportado su propio sello a la cueva original, con alguna reforma o planteamientos  en cuanto a la organización del trabajo del viticultor. Muchas familias han apostado fuerte por su conservación, lo cual es digno de todo agradecimiento, pues dejan un precioso legado a las generaciones futuras. En cambio, otras cuevas cayeron en el más absoluto de los abandonos, otras muchas fueron condenardas o todavía peor suerte, ya que muchas desaparecieron ante el empuje imparable de la burbuja inmobiliaria. Por fortuna, son muchas las que todavía quedan y aquí es donde debería entenderse voluntades públicas y privadas para que Tomelloso pueda enseñar este rico patrimonio arquitectónico a generaciones venideras con la finalidad de ofrecer un aliciente más a las muchas personas que visitan la ciudad. 

Un enamorado de las cuevas. José María Díaz Navarro está absolutamente enamorado de las cuevas de Tomelloso. Es un ferviente defensor de un patrimonio único de la ciudad. No en vano es el último tinajero, el hombre que  ha servido de guía a La Voz de Tomelloso,  enseñando a los lectores los encantos de un tesoro escondido en el subsuelo de la localidad. Para él, como las cuevas de Tomelloso no hay otras en el mundo.    Su padre fue el primer tinajero que hubo en Tomelloso y lo acompañó cuando solo tenía seis años. Con 13 o 14 comenzó ya a hacer algunas cosas, así hasta los 65 cuando se jubiló.

Tomelloso ha podido hacer estas singulares construcciones por las características del terreno. “Tomelloso tiene una tosca durísima que es como el hormigón armado de 700 u 800 kilos. Esa materia ofrece una resistencia increíble que ha permitido que el 80 por ciento de Tomelloso esté hueco. La mayoría de las casas están encima de las cuevas y hay algunas que llegan hasta la mitad de la calle y muchas se comunican con las de los vecinos”, cuenta José María Díaz que intenta datar la fecha de su origen “Pudo ser a partir del 1840. En Tomelloso,  en el siglo XVIII y principios del XIX se comenzaron a poner muchas viñas. Mientras fuimos una pedanía de Socuéllamos las uvas se llevaban allí. Posteriormente, vinieron compradores de uva de Criptana y Alcázar, que se la llevaban ellos mismos. 

Los tomelloseros descubrieron que haciendo vino (como esos compradores de Alcázar y Criptana) el valor de la cosecha era mucho mayor. En las viviendas aún no había cuevas. La mayoría de las casas tenían unos sótanos excavados donde mantener las viandas o refrescar el agua.  Fue en aquellos pequeños sótanos donde los agricultores de Tomelloso comenzaron a elaborar vino. Primero probaron en unos pequeños envases, las orzas, las mayores de 100 litros. Pero en aquellas primeras intentonas, el vino se estropeaba. Así que decidieron buscar una temperatura más baja en verano, más caliente en invierno y más constante. Comenzaron a excavar las primeras cuevas, que no eran ni mucho menos como las de ahora, pero sí eran mayores y más profundas que los sótanos. A partir de ahí, necesitaron recipientes mayores por lo que fueron a Villarrobledo, localidad en la que se fabricaban, a por tinajas. Como la cosa se dio bien, las cuevas fueron aumentando de tamaño y con ellas, las tinajas.

De las tinajas de barro a las de cemento. El apogeo de su construcción se produce a partir del 1900 y duró hasta que se fundó la Cooperativa, en el año 1961. “Las tinajas de cemento se comenzaron a fabricar en el 1917, aproximadamente, -explica Díaz-. Se empezaron a hacer de ese material porque las de barro tenían un peligro, muchas reventaban en el proceso de la fermentación. Además del trabajo que suponía traerlas a Tomelloso desde Villarrobledo y meterlas a la cueva de forma manual. Tener que volver a meter otra vez una tinaja para sustituir a la rota era muy costoso ya que había que romper la bóveda que tapaba el hueco por donde se metieron la primera vez y volver a reconstruirla una vez colocada la tinaja nueva”. Con su privilegiada memoria en todo lo tocante a cuevas, José María Díaz recuerda a los hermanos Vicente y Elías Ferrer que “tras muchas pruebas, fueron los primeros que hicieron tinajas de cemento”.

Los Díaz construyeron el setenta por ciento de las tinajas de cemento que guardan las cuevas de Tomelloso. Solo en la cooperativa Virgen de las viñas construyó un millar, de 19.200 litros cada una, también otras muchas para  bodegas y particulares.

Y la pregunta tantas veces formulada sobre el número de cuevas que tenía Tomelloso cuando estas construcciones estaban en su pleno apogeo.  “Más de 2.200, -contesta rápido y con seguridad nuestro experto-. Para poder bajar a ellas quedan en la actualidad sobre 600. Para ver y a las que pueda bajar todo el mundo hay 50 o 60. El resto están condenadas.

José María Díaz está entre los impulsores de una Asociación que pretende poner en valor este rico patrimonio y mostrarlo a los visitantes que lleguen a la ciudad. “Para mí son todas bonitas, -dice-. No hay ninguna igual, pero todas tiene su encanto y todas me gustan. Todas tienen el mismo mérito porque costó el mismo trabajo hacerlas. La verdad, las cuevas de Tomelloso son únicas en el mundo. Hay en otros lugares pero no son como estas, ni mucho menos. El terreno y la construcción las hacen muy diferentes. Tan espectaculares como las de aquí no hay ninguna”.  

Cada cueva con su sello particular. Aquí tienen el resultado de nuestra primera ruta de visitas. La de Jesús Perona,  fue la primera que visitamos en la calle Santa Quiteria, después la de Juana Jiménez Sobrino, en la calle Garcilaso que luego veríamos de nuevo con motivo de las visitas teatralizadas de Pavón; admiramos las largas y majestuosas cuevas de  Bodegas Osborne,  y las de otras grandes entidades vitícolas de la ciudad como Verum, Peinado o Vinumar que también aprovecharon el subsuelo de la ciudad para elaborar sus afamados productos. Disfrutamos también en la de Cándida Grueso, con la que tanto reímos en aquella tarde de lluvia en la que José María golpeaba con un viejo remecedor de vino las bombillas para que volviera la luz; y en la de Carmen Rodrigo, propietaria junto  a su hermano Vicente. Nos encantó la de Consola y Carmen Perona en la calle Oriente, propietarias de la cueva de la familia Astilleros,  cuidada con mucho mimo y cariño;  la de Manuel Carrasco, de 1850, una maravilla que contiene valiosos elementos de ingeniería industrial; la de Vicente Gallego, reformada con muy buen criterio; la de Carmen Jiménez, cueva antiquísima muy bien conservada; la cueva blanca de Consuelo Carretero y la cueva taurina de Jesús Carretero que nos encantó por su original enfoque o la de Isabel Serna, que pudimos admirar bajo una mágica luz.

Por  todos los rincones de la ciudad. Maravillosas cuevas que nos llevaron a todos los rincones de la ciudad. En la calle Concordia admiramos la cueva honda de la familia Picazo Menchén; la de Luis Moraleda donde encontramos una curiosa entrada en una tinaja perforada; la de Cleme y Ascensión Ruiz Moreno, construida hace ¡170 años!; la de Antonio Salinas, llena de arte, historia y solera; la de Pedro Navarro, de las últimas de la ciudad en las que se elaboró vino; dos cuevas de la familia Ropero conservadas con toda su esencia y autenticidad; la de Altosa, rodeada de una impecable arquitectura industrial; la cueva de Emilia Bolós que nos deslumbró por su blancura; las cuevas de Jesús Sánchez Torres o la del ex alcalde, Javier Lozano, que en realidad eran dos perfectamente integradas; las dos joyas que encontramos en la calle Dulcinea, una de Apolonio Peco y otra de Ángel Jimenez o  la de Alfonso López Oliva, con más de 150 años dotada ahora de una maravillosa iluminación.

El lugar de trabajo de varias generaciones. Fue también una gozada ver la de Juan Ignacio Martínez, Nacho el de los mostos, la cueva que su abuelo fue agrandando poco a poco; la de Julián Espinosa, utilizada por tres generaciones; la de Estrella Marquina pacientemente reconstruida como homenaje a dos familias bodegueras y la de Manuel Casero, construida a finales del XIX que conserva todo su encanto. En la calle Oriente vimos la de Marcelino Novillo, cargada de entrañables recuerdos familiares; en la calle Dulcinea paramos en la de Joaquín Patón y Pilar Valentín, una cueva con mucho embrujo literario; visitamos de la Paco Díaz en la calle Doña Crisanta, que su propietario prepara con celo para que lleguen muchos visitantes; la cueva de Sinforiano abundante en colores que nos enseñó Félix Díaz; la de Francisco Jiménez y sus espectaculares arcos lobulados; la de Francisco Carretero que estuvo activa hasta el 2005; la de la familia Cuesta, con dos siglos de antigüedad, la denominada Cueva de Ceferino, una de las más visitadas de la ciudad, muy hermosa en sus tonos blanco y añil.

Vestigios de la más pura tradición vitícola. Y seguimos viendo cuevas. La de Antonio Ortiz y Elena conservada tal  y como se trabajo en ella; la de Bodegas Dinastía, donde sabiamente se combina tradición con modernidad; la de Pepe Ropero, una joya de 1890; la de Emilio Villena y Vicenta Cepeda, que nos impresionó por su largura y belleza de sus elementos constructivos; la de Andrés Jiménez Virutas, conservada magníficamente por unos propietario que aman la tradición de las cuevas; la de Mónico Lara, abundante en vestigios de la más pura tradición vitícola; la de Andújar, y utilizada por cuatro generaciones de esta familia de vinateros y carniceros que contiene una valiosa colección de antiguos aperos; la de María Luisa Olmedo, con su doble moldura y el hueco de una antigua noria; la de la familia Treviño Chinchilla, que sobrevivió a un terremoto de baja intensidad y está maravillosamente cuidada; la de la familia Cañas Parra, con su original jaraíz en la parte baja; la de Vicente Carretero y Asunción Casero, la más luminosa de cuantas vimos y la de Antonio Carmona, de actividad efímera pero preciosa.

Y con el genial Pavón que empezamos,  terminamos. “Solo bajábamos a la cueva normal en los meses de calor. En el primer descanso de la escalera, el que se veía desde arriba si estaba la puerta abierta, ponían a refrescar los botijos,  las botellas de vino, el cesto de la fruta, las sandías, el jarro de la leche; y ya cerca de la feria, los melones chinos. Del descansillo que digo, salía la segunda escalera, muy corta, que llevaba a la cueva propiamente dicha, donde caía en campana la luz de la lumbrera, y se veían con la panza un poco iluminada las seis tinajas rojiverdes, en las que solo debieron hacer vino los fundadores de la casa, porque en los tiempos nuestros no hubo allí pisas y ni siquiera jaraíz. Y al fondo, más allá de las tinajas, la rampa escurridiza que llevaba hasta la cueva honda”. 

Ha sido muy placentero este recorrido por las cuevas de Tomelloso, y lo mejor, es que todavía no ha concluido. 

Pinche para ver todas las cuevas que hemos visitado

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