Opinión

De comprobar a creer

Fermín Gassol Peco | Jueves, 24 de Septiembre del 2020
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“Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando Jesús se les apareció. Los discípulos le insistían: ¡Hemos visto al Señor! Pero él les decía: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, meto el dedo y pongo la mano en su costado, no creeré.  Ocho días después, sus discípulos estaban otra vez reunidos, y Tomás con ellos. Y estando las puertas cerradas, Jesús vino y se puso en medio de ellos, y dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Acerca aquí tu dedo, y mira mis manos; extiende aquí tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío!  Jesús le dijo ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que no vieron, y sin embargo creyeron.”  (Jn. 20, 24-29)

 Para el hombre pragmático, seguidor exclusivo del conocimiento positivo, conocimiento que ha dado y sigue dando explicación a muchísimas incógnitas que rodeaban y siguen rodeando al ser humano, la idea de Dios tiene mucho que ver con la de una lámpara que antes iluminaba todo los acontecimientos que acaecían en “la noche de las ciencias” y que a medida que éstas han venido descubriendo el porqué de muchas cosas, su luz se ha ido atenuando para un día dejar de iluminarnos por completo. 

Para el hombre que tiene una idea de la existencia menos reducida a la exclusivamente positiva y más amplia, cordial y vital, la existencia del misterio de la vida se mantiene en una parcela de pensamiento que abunda en el terreno de la filosofía aunque con muy distintas perspectivas y conclusiones pero que resulta ser siempre para el hombre más compleja y profunda porque interesa a una esfera distinta a la del puro conocimiento positivo. 

Para el hombre con una idea del conocimiento natural de Dios todos los descubrimientos de la ciencia no hacen sino confirmarle en sus pensamientos a nivel de la teodicea o teología natural. Estos descubrimientos suponen para el hombre religioso una admirable demostración de la grandeza de un Dios como creador del universo. Sin embargo y por mucho que profundicemos en el conocimiento natural de Dios éste quedará reducido a un aprendizaje y reconocimiento que siendo personal, algo superior, necesario, que es causa y origen, se limitará a un conocimiento ajeno a la identidad que ese Dios encierra en su interior.

Si queremos dar un paso más allá de ese lejano conocimiento, si queremos superar el saber sobre ese “alguien lejano” y poder conocerlo como “alguien accesible y cercano” e intentar descubrir los entresijos de la identidad de Dios por dentro, conocer “QUIEN” es Dios, cuál es su nombre, no tenemos más remedio que pensar, superar todas las disquisiciones anteriores, dejar las nieblas de los enfrentamientos entre los distintos saberes y ciencias, trascender las posiciones fragmentarias por muy completas que nos puedan parecer, superar la dialéctica ideológica entre lo concreto y lo abstracto… y además de todo esto, recurrir al Don de la Fe, a eso que los cristianos llamamos CREER. 

¿Pero porqué hemos de esperar a recibir ese regalo? Pues porque estamos hablando de llegar al conocimiento de una realidad que nos supera; a una realidad que al ser conceptualmente distinta a la materia y a la nada escapa a la posibilidad de conocimiento con nuestras facultades naturales y ante la cual, por tanto, la ciencia siempre acaba confundida al no poder llegar a descubrirla utilizando de manera exclusiva su inteligencia, su voluntad o su intuición. 

“Es más fácil creer que pensar y saber” reza un conocido aserto ateo. Ciertamente esta afirmación respondería a una verdad si eso de creer constituyera un perezoso, simple e infantil acto de imaginación realizado por nuestra inteligencia con la única finalidad de impedir el siempre tortuoso esfuerzo de pensar…y llegar a saber, a conocer la verdad. Quienes sostienen que Creer es imaginar, quienes piensan que Creer es ignorar, menospreciar o evadir la realidad, no hacen sino poner en sus labios de una manera coherente lo que ellos entienden por creer.

 Sin embargo el concepto, la realidad pero sobre todo la experiencia que encierra el Creer para el cristiano no tiene nada que ver con eso. La FE en el cristiano tiene los componentes fundamentales de la Identificación y Comunicación viva “de y con otra persona” que llama a nuestro “teléfono móvil existencial” para mantener un encuentro amoroso, íntimo y personal permaneciendo siempre junto a ese “hilo telefónico” esperando a que le demos el “sí” a su invitación de “ven y sígueme”, a su oferta de conversión y a vivir el Evangelio; algo diametralmente distinto a lo que pudiera ser una imaginaria y fantasiosa conversación consigo mismo al más puro estilo de Gila en la que nadie hay al otro lado del teléfono. Esto es precisamente lo que piensan quienes opinan de una manera tan errada sobre la esencia y contenido de la Fe cristiana.

Es más, el necesario y radical componente de regalo, de acontecimiento, del completo Don que supone Creer que Jesucristo es Dios, aun siendo un discontinuo en nuestra existencia, en nuestras previsiones y en nuestros más inteligentes deseos de felicidad, no resulta ser algo que queda al margen de los deseos que la naturaleza humana anhela. El mensaje del Evangelio, aquello que la Revelación nos desvela, amplía y trasforma sustancialmente la concepción más profunda de la razón del ser humano, pero ante todo colma y perfecciona también el horizonte humano del hombre.

Dicho de otra manera, el cumplimiento del mensaje del Evangelio posibilita al hombre una visión y un conocimiento de todo lo radicalmente humano como ninguna otra religión lo hace. Si la Fe es como el ático con vistas a un infinito, las verdades de esa Fe dan un sentido y contenido nuevo también a todos los demás pisos del edificio. No podría ser que ese ático quedará por así decir, colgado y sin conexión con el resto del edificio vital del hombre. El cristianismo es por tanto la respuesta más integral a los anhelos y problemas que tiene el ser humano, creyente o no.

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