Ahora que están mal vistos los
piropos en general y antes de que lleguen a prohibirlos (parece que, al final,
no; salvo que den lugar a una situación “objetivamente humillante, hostil y de
sufrimiento para la víctima”), quiero dar a conocer el que con ese título tenía
en un viejo cuaderno cuyo contenido estoy
pasando al ordenador. No es mal tema para comenzar el nuevo año. Creo que en
ningún caso este sería prohibido ni penalizado ya que no es ofensivo, ni
degradante, ni demuestra posesión, ni acoso verbal, ni es carpetovetónico, ni
implica donjuanismo atávico y no pone a la destinataria en situación objetivamente
humillante, hostil o intimidatoria. Más bien entiendo que con palabra amable,
sin jerarquía ni preeminencia, sin deseo de someter ni de subyugar, sin
intención perversa, con sencillos versos, la ensalzan admirativamente. Con esa
intención fue escrito y con la misma permanece. Dice así:
En mi playa
hay
arenas
que sueñan quietudes,
que están jubiladas.
Poco a poco,
quedas,
fuéronse alejando
del baño espumoso
del agua.
En mi bosque
hay
hayas,
sabinas robustas,
tal vez centenarias,
que hacen frente a vientos,
resisten heladas,
pero
se estremecen
cada vez que escuchan
el ronco sonido
del hacha.
Y en riscos,
posadas,
las chivas montesas,
las corderas blancas
en los verdes prados,
tiemblan asustadas
en cuanto perciben
las sombras aciagas
del vuelo funesto
del águila.
Hay
en mi jardín,
junto a la enramada,
multitud de flores,
que en la noche, exhalan
perfumes y aromas;
mientras que otras, blancas,
cerrando corolas,
placenteras duermen
hasta que abre
el alba.
Y entre la arboleda
Mirlos y jilgueros,
canarios, calandrias,
silencian sus trinos,
sus cantos apagan
como embelesados
y, escuchando, callan
cada vez que advierten
que tus labios
hablan.
Madrid, 7 de enero de 2022
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