Opinión

Nuevas profesiones: reidores y reidoras

Juan José Sánchez Ondal | Viernes, 28 de Enero del 2022
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Hace unos días Ramón Serrano publicaba en este periódico dos artículos sobre los oficios masculinos y femeninos hoy prácticamente desaparecidos. Entre ellos no figuraban, tal vez por ser algo más antiguos o por no haber existido en Tomelloso, las amas de cría ni  las plañideras. Entre las primeras, las más famosas fueron mis paisanas las montañesas y, en particular, las pasiegas.  Se trataba de jóvenes madres, entre 19 y 26 años, a las que se exigía en la corte estar criando el segundo o tercer hijo, y un perfecto estado de salud. Durante más de un siglo el oficio llevó a diferentes lugares de la geografía española a muchas madres de estos valles que sacrificaban la atención de sus propios hijos en beneficio de los ajenos, con la única intención de mejorar el patrimonio familiar.

En gran número acudieron como nodrizas a la corte desde tiempos de Fernando VII, a partir del primer tercio del siglo XIX. El legado de estas mujeres está recogido en el Museo de Amas de Cría Pasiegas en Selaya, junto al santuario de la Virgen de Valvanuz, en Cantabria.

Entre las Amas de cría destacadas, y cuyas fotografías figuran expuestas en el Museo, destacan:  María Gómez, ama de cría de Alfonso XII; Rosalía Saínz, nodriza de Don Alfonso de Borbón (Príncipe de Asturias), o Constantina Cañizo, ama de cría de Don Juan, Conde de Barcelona.


Yo no quise nodriza. Al poco de nacer se le retiró la leche a mi madre y  devolvía la de vaca u oveja, así es que mis padres buscaron a una robusta y sana ama de cría para que me salvara, pero mi rechazo fue total  a pesar de que la bañaban y vestían con ropa de mi madre y los intentos de amamantarme tenían lugar en la más absoluta oscuridad.  Gracias a la sugerencia de mi abuela de que probaran con leche condensada, sobreviví. Mi nodriza fue “La lechera” de aquellos botes de Nestlé con la moza cargada con dos cubos de leche y el nido de pajaritos en relieve en la tapa, que tenían, entonces,  que adquirir de estraperlo, y que mi padre, no fumador,  conseguía algunos, cambiándolos por el tabaco de picadura que daban con la cartilla de racionamiento.

                    

Años después volví a gozar del dulzor y de las cualidades nutricias de mi nodriza “La lechera” en el internado, para aportar alguna sustancia a la bautizada leche con malta de los desayunos. Cogíamos y dejábamos nuestros botes, enviados de casa, identificados con nuestros respectivos nombres, en un cajón del aparador a la entrada de la galería que hacía de refectorio. Para servirnos su espeso contenido los taladrábamos con dos orificios diametralmente opuestos, soplando por uno de ellos.  

El otro trabajo de algunas mujeres era el de las plañideras, conocidas con distintos nombres según el lugar: plañideras, lloronas,  plorantes,  vocetrices, lastimeras o rezanderas. Su origen se dice que podría estar en Egipto, en cuyas tumbas se han encontrado representaciones de ellas.

 A modo de actrices trágicas  manifestaban el fingido dolor con lágrimas, sollozos, golpes de pecho, rasgándose las vestiduras y algunas, incluso,  arañándose el rostro y arrancándose mechones de cabello.

Autoridades civiles y eclesiásticas en diferentes épocas, intentaron terminar con este ritual que consideraban irreverente. Ya en el siglo XIV se hicieron leyes para erradicar el uso de las plañideras y prohibir los banquetes fúnebres, pero hasta mediados del siglo pasado, eran habituales en España, especialmente en los pueblos, ofreciendo sus lágrimas a cambio de dinero.  Acudían al funeral y, alrededor del féretro, daban forma al dolor y alzaban las voces para que con ellas, se decía,  se elevara el alma de la persona. De aquello existe una memoria popular entre dichos y poesía.

El poeta ecijano Juan Antonio Galisteo Luque, cantó a las plañideras que oyó “en Luanco, aquí en Asturias”. Parte de su romance dice: “Con los ojos entornados, / cubiertos a manos llenas/ de dolor y de quebranto, / van llamando a la tristeza./ ¡No lloréis más a la muerte!/ ¡no la evoquéis plañideras!/ que está cansado Caronte/ de remar por la ribera.”

En las Rías Baixas es frecuente, ante las lamentaciones de infortunios, mandar “a chorar a Cangas” ante  la popularidad que alcanzaron las llamadas choronas de la zona, que figuran inmortalizadas en la escultura  en bronce, de 2003,  que figura junto al a iglesia parroquial de Santa María de Luanco, capital del concejo de Gozón, “Las plañideras”, obra  de Pepe Antonio Márquez (Aracena, Huelva, 1938). 


Pero habíamos titulado esto como todo lo contrario, como “Reidores y reidoras”, y no nos referimos a la clac o claque  de los teatros que describieron autores como Baroja o Galdós, ni a los aplaudidores de actos políticos o palmeros parlamentarios, ni a las risas enlatadas de los efectos especiales, sino a una, al parecer, nueva profesión consistente en asistir a, pomposamente denominadas, tertulias, en programas de radio y televisión, cuya principal y casi única aportación es la de reír las frases propias (del guionista) o de los demás tertulios, tertulianos o tertuliantes, a carcajada limpia y a veces con gesticulación exagerada, tengan o no la más mínima gracia. Ya son diversos los reidores y reidoras que, a coro -y suponemos que con importantes retribuciones, no sé si a sueldo fijo o a tanto por estentórea carcajada- pretenden contagiarnos la risa de su escasa o nula gracia. Para ello simulan desternillarse, carentes, desde luego, de las calidades interpretativas de los grandes actores y actrices de nuestro teatro (ya quisieran la risa dulce de Lola Herrera).  Estoy seguro que los lectores no tienen que esforzarse demasiado en reconocer a algunos de ellos. ¿Perdurará el oficio? ¿Se abrirá, que digo una escuela, una Facultad de Reidores? ¡Calla, no des ideas!

Madrid, 27 de enero de 2022.

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