A John siempre le gustaron las astillas. Solía buscarlas en
los viejos tablones que su abuelo apilaba en el fondo del granero. Lo hacía de
noche, mientras todos dormían. Se escabullía por la ventana de su habitación y
descendía del tejado por el canalón, accediendo al interior del edificio. Una
vez allí, se acercaba a ellos y deslizaba las palmas de sus manos sobre la
superficie en busca las diminutas piezas de madera.
Con el paso de los años, comenzó a coleccionar astillas en
el corazón. La primera la consiguió a los diecisiete años, cuando Mary lo dejó
por un chico popular. Pasarían unos meses hasta que Elisabeth le facilitara la
segunda, al fallecer por una estúpida apuesta. A partir de aquel momento, John
se volvió adicto a las astillas. Fue su mejor amigo, Ralph, quien cambió el
término por uno más apropiado.
—Se llaman espinas, querido John. Lo que tú tienes en el
corazón son espinas —le dijo una noche en la que ambos se bebieron la mitad de
todas las cervezas de Down Town.
A John le traía sin cuidado el nombre. El dolor era lo
importante. Cada latido de su corazón lo activaba, enviando señales eléctricas
a través de sus nervios, en dirección a su cerebro. Allí se volvía
irresistible, provocándole placer y generando un deseo mayor, conseguir otra
espina que clavar en el corazón. Pero, a estas alturas, John comenzó a
sospechar que el destino no podría depararle astillas de manera indefinida.
Decidió entonces provocar artificialmente su fortuna. Fue
así como acabó con la vida de Ralph. Lo hizo rápido, rebanándole el cuello
mientras apuraba de un trago una cerveza. John estaba borracho. Cuando despertó
a la mañana siguiente, además de una inmensa resaca, contaba con una espina
más, clavada en el mismo centro de su corazón.
Tras el asesinato, del que salió indemne, John estuvo unos
meses sin sentir angustia. Resultó que, durante ese intervalo de tiempo, las
que ya tenía clavadas le provocaban un dolor intenso, suficiente como para
calmar su voraz apetito. Pero, como casi todo en la vida, ese tormento se
convirtió en cotidiano y, poco a poco, en un pesar soportable. Cuando pensó en
volver a producir otra espina, supo que, tarde o temprano, por desgracia, volvería
a acostumbrarse a ella. Debía detenerse. John pensó en la familia. Su abuelo murió
ahorcado en el granero cuando él tenía quince años. Poco después, mamá y papá
fueron acribillados a tiros mientras dormían.
—No me quedan espinas que recolectar ni tiene más sentido
hacerlo —pensó con tristeza —Quizá sea el momento de liberarlas.
John condujo su coche hacia el granero. La construcción se
hallaba en pésimas condiciones, aunque los tablones permanecían en el mismo
sitio. Al acceder, miró hacia la viga desde la que, una vez, pendió el cuerpo
del abuelo. Creyó escuchar los gritos de sus padres, segundos antes de desaparecer
y volvió a sentir los pinchazos en las palmas de sus manos. Se sentó junto a la
pared y, lentamente, hundió la hoja del cuchillo en su pecho, justo debajo del
esternón. Notó cómo la presión que todas las espinas ejercían hasta ese
momento, desparecía. El dolor era placentero al producirse. John expiró,
liberando al monstruo atormentado por todo aquello que él mismo había
provocado. Mary y el chico popular, Elisabeth, Ralph, el abuelo, papá y mamá. Su
amigo estaba equivocado. No se llamaban espinas, sino crímenes.
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Martes, 28 de Noviembre del 2023
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