El pasado jueves comenzó la oleada de dimisiones. Los
sentimientos fueron los primeros en marcharse, convirtiéndome en un trozo de
carne con ojos. Fue entonces cuando el perro dejaría de obedecerme y pasaría a devorarme.
Grité pidiendo ayuda, aunque los vecinos ya habían renunciado y me hallaba
solo, a merced de quien había sido mi mascota. Afortunadamente, el dolor no
tardaría en huir, seguido de la vigilia, por lo que caí en un plácido sueño del
cual desperté al cabo de unas horas siendo, únicamente, huesos. El perro se
había marchado, dejando la puerta abierta. Me arrastré como pude. Mis rótulas,
desnudas, provocaban sonidos horribles al chocar con las baldosas del rellano.
Al fin llegué a la calle. Allí, miles de cartas de renuncia anegaban los
desagües, incapaces de ser absorbidas por el sistema de alcantarillado. La
sociedad en su conjunto había presentado su dimisión al mismo tiempo, sin que
existieran medios suficientes para tramitar aquella enorme masa de voluntades.
Frente a los mostradores de unos funcionarios saturados de burocracia, miles de
personas elevaban sus proclamas, exigiendo una salida digna, una que les
permitiera seguir viviendo sin la insoportable carga de ser alguien que ya no
se reconoce al espejo. Seis días llevó cursar al completo todas las
solicitudes. Sin madres ni amigos, sin parejas ni mascotas, sin funcionarios ni
políticos, la vida comenzó de nuevo para cada uno de nosotros. Ahora tengo unos
sentimientos nuevos y la carne ha vuelto a mis huesos. Hay una madre al otro
lado del teléfono y algunas personas han mostrado interés en mantener una
relación de amistad. Entre ellas, hay una que me gusta. Mucho. Probablemente, alguien
del ayuntamiento acabe casándome con ella y yo mismo firme, en un futuro
cercano, un permiso de obras para una nueva casa, bajo la atenta mirada del
mismo funcionario que me facilitará la licencia de una mascota. Sólo han
transcurrido unos días y ya estamos en las mismas. En este país no hay manera
de dimitir.
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Miércoles, 5 de Febrero del 2025
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