Un bien público es aquel sobre el que no solemos expresar
nuestras verdaderas preferencias. Tal vez se entienda mejor con un ejemplo, muy
manido en la literatura económica.
En un pueblo, el ayuntamiento convocó a la mitad de sus
ciudadanos al azar. Se congregaron, en el auditorio, todo tipo de personas a
las que se les indicó que el consistorio había decidido eliminar el cincuenta
por ciento de los árboles de la localidad. Consciente el equipo de gobierno de
que tal medida causaba un daño a la ciudadanía, se pidió a los allí asistentes
que anotaran, en un trozo de papel, la compensación exigida por semejante
acción. Tras el recuento, resultó que la disposición media exigida por cada
persona ascendía a ciento cuarenta mil euros.
Simultáneamente, en el pabellón de deportes del mismo
pueblo, la otra mitad de los habitantes era citada e informada de los nuevos
planes del ayuntamiento. Este aumentaría, en un cincuenta por ciento, la
cantidad de árboles en la localidad. Tal inversión, aun beneficiosa para la población,
requería, no obstante, de la aportación ciudadana. Por este motivo, cada uno de
los asistentes anotó en una hoja de papel cuánto estaría dispuesto a pagar por
disfrutar de un mayor número de zonas verdes. La disposición media a pagar fue
de dos euros, con cincuenta céntimos.
Tras comprender lo que acabamos de contar, a buen seguro que
ya comprendemos la tremenda dificultad que conlleva la administración de un
bien público. No somos, los ciudadanos, honestos a la hora de expresar nuestras
verdaderas preferencias y estas, a menudo, serán bien distintas en función del
escenario en el que nos situemos. Nos encontramos con ejemplos reales todos los
días, sin que sea necesario recurrir a experiencias como la que hemos relatado
más arriba.
Pensemos, en primer lugar, en el medio ambiente. Es un bien
público y, yendo más allá aún, es un bien de interés difuso. Y ello por dos
razones claras: de una, resulta imposible identificar exactamente a sus
titulares; de otra, es un bien necesario. Y aquí el problema, pues ¿cómo siendo
algo esencialmente crucial para la vida, no podemos responsabilizar a nadie en
concreto pues nadie en concreto es titular del medio ambiente?
Sin duda, estos dos hechos nos conducen a la necesidad de
tutela por parte del Estado, el único agente económico con poder de coacción
(puede imponer, puede prohibir, puede sancionar). Por esta razón principal, el
Estado, la Administración o el sector público (como quieran llamarlo) ejerce la
gestión de los bienes con intereses difusos y les presta especial amparo en sus
cartas magnas. Véase nuestro caso cuando la Constitución Española reza, en su
artículo 45.1 que «Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente
adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo.», para
continuar, en su apartado segundo señalando que «Los poderes públicos velarán
por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de
proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio
ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva.». El punto
tercero del artículo añade la potestad del Estado para establecer sanciones
penales, así como la reparación del daño causado.
El medio ambiente es el bien público de interés difuso por
excelencia y, por su naturaleza, exenta de fronteras, es tremendamente
complicado de gestionar pues, lo que un Estado puede proteger con celo, otro,
fronterizo o en cualquier lugar del mundo, puede dejarlo en manos de sus
ciudadanos quienes, amparándose en la indefinición de sus titulares, lleven a
cabo acciones que lo dañen, a la vez que exigen que se proteja.
Piensen, ahora, en otros bienes públicos, menos complejos
que el medio ambiente. Los parques públicos, los aseos públicos, los auditorios
públicos, los colegios públicos, los institutos públicos, las carreteras
públicas son ejemplos cotidianos de bienes de interés difuso pues su existencia
es relevante para nuestro desarrollo y, al mismo tiempo, no son de nadie, pero
son de todos. Esta indefinición nos libra de ser responsables de su mal estado
de conservación y, simultáneamente, nos permite exigir mano dura con aquellos
que provoquen daños en ellos.
Nunca somos nosotros, nunca es nadie y, sin embargo,
seguimos viendo, todos los días, baños públicos sucios o rotos, espacios
públicos repletos de bolsas y envoltorios, carreteras con arcenes invadidos por
basura. «Que lo limpien otros, que para eso les pagan» es lo último que he
leído esta tarde en relación a un bien público, de interés difuso. Nuestro
45.1. no dice exactamente eso y, para evitar que vuelvan a tener que buscarlo
más arriba, vengo a traer de nuevo su última parte: «así como el deber de
conservarlo (todos)».
Ramón Castro Pérez es profesor de Economía en el IES
Fernando de Mena (Socuéllamos).
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Sábado, 13 de Diciembre del 2025
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