Un día apareció por Santa
Clemencia un viejo espejero, “el hombre de los espejos” le llamaban, pregonando
su mercancía y mostrando todo tipo y tamaño de estos azogados cristales.
Balbina se acercó a su puesto en
la plaza y comenzó a examinar su variada mercancía. El espejero, solícito y
hablador como buen mercachifle, le fue ofreciendo diversos modelos redondos y
ovalados por los que Balbina parecía mostrar mayor interés, pero ninguno
parecía gustarle.
--¿No le agrada ninguno de
éstos? Son los que más se venden.
--No. Quería uno ovalado con
marco de plata o plateado como uno antiguo que tenía la madre.
El espejero rebuscó en unas
alforjas que habían recorrido varias veces la península y llevaban sobre su
rayada lona la más acreditada mugre decenal, y sacando de ellas un cuaderno
cuyas hojas amarillentas y estropeadas en los bordes hablaban por sí solas de
su antigüedad, le mostró un dibujo a lápiz de anverso y reverso.
--¿No será como éste?
--¡Ese es el que buscaba! ¿No
tiene ninguno?
--Esos eran los que me
encargaba siempre don Mariano para regalar a sus amantes. Debía tener muchas
porque cada poco tiempo me compraba uno y en el dorso tenía que llevar repujada
la inicial suya y la de la amante de turno. M y L; M y D: M y C. Lo menos seis
o siete me encargó en poco más de dos años. Me los pagaba generosamente con la
condición de que no hiciera ni vendiera otros iguales que no fueran para él.
Pero desde que desapareció de la capital, perdí al mejor cliente. Muchos años
después, en la feria de Aldea de Esteban lo vi con una dama, pero al
reconocerme se alejó presuroso. ¿Y dice usted que su madre tenía uno?
Preguntó el espejero con una sonrisa en la que se traslucía la malicia.
--Mi ama, a la que yo llamaba
madre porque fue monja priora. Y lo conservo con mucho cariño, aunque está roto
el cristal, por eso quería uno igual. Oiga ¿No podría en el marco ponerme un
espejo nuevo?
--Por supuesto que sí. Y me ha picado la curiosidad. ¿Dice que era
de una monja? ¿Y tiene letras por detrás? ¿Dos más grandes repujadas en el
reverso y una pequeña en la parte inferior del mango?
--La verdad es que eso no lo
recordaba, pero ahora que lo dice, sí, lleva las iniciales de la madre: MC.
Mire, vivo aquí mismo, si le parece se lo traigo y me dice si puede
arreglármelo, por cuánto y cuándo.
--Encantado de servirle
señora, le contestó el espejero, casi seguro de que había sido fabricado
por él para don Mariano y nada menos que para una monja.
En lo que Balbina iba y
venía con el espejo, Críspulo, el espejero, que ese era su nombre, comenzó a recoger su
mercancía pues el sol de agosto alcanzaba su zenit e inclemente apretaba, y aunque el negocio de la mañana no había
sido el esperado, sí había sacado lo suficiente para permitirse una comida en
la posada, en condiciones, ya que llevaba dos días a base de pan duro y
companaje seco y la señora que parecía tan interesada en la reparación del
espejo de la monja, contribuiría, sin regateo, a completar el ingreso. Además,
si, como imaginaba, podía comprobar que el espejo había pasado de su mano a la
de don Mariano y la destinataria fue una monja, algún beneficio complementario
le reportaría la información, aunque no fuera más que para contarlo a las
comadres de la zona, y para presumir de proveedor del don Juan de la región
que, como el otro, parece que consiguió los favores de una novicia que estaba
para profesar, cuando no de una madre abadesa.
Balbina, en el camino de vuelta,
provista del espejo amorosamente envuelto en un paño de cristianar, como joya
heredada de la madre Clemencia, se cruzó con Régulo que venía de la viña y al
verla con un envoltorio en la mano le preguntó con sorna que a quién iba a
amadrinar.
--Es el espejo de la madre que
se lo llevo al espejero que ha venido y me dice que me lo puede arreglar y me
contaba que espejos como este se los hacía a un burlador, un tal don Mariano,
para sus conquistas, fíjate.
Bien se fijó Régulo al oír el
nombre del “maldito”. Se puso tenso y sin más comentarios, siguió con la vista
a Balbina que entregó el espejo al artesano y decidió abordarle cuando
estuviera solo.
Tan pronto tuvo en sus manos el
espejo, Críspulo, reconoció su obra. Llevaba al dorso grabadas la M de Mariano,
que no de madre, y la C correspondiente al nombre de la primera de las amantes
del don Juan provinciano. En la parte inferior del puño, a pesar del desgaste,
aún se veía grabada una pequeña C de Críspulo. Sin ningún género de duda fue el
primer encargo de don Mariano, pues en los sucesivos, éste le pidió que las
iniciales fueran unidas por una “y” minúscula. El que la destinataria fuera
monja, espoleó a Críspulo el deseo de saber más de la profesa, pero por no
despertar sospechas en la clienta, dominó su curiosidad y consideró que sería
mejor momento para saciarla una vez arreglado el espejo y satisfecha la actual
propietaria.
-- ¿Entonces me lo puede
arreglar?
-- Se lo dejaré como nuevo,
como cuando salió de mis manos la primera vez, pero hasta mañana o pasado no lo
puedo terminar.
-- ¿Cuánto me cobrará?
--Por ser una obra mía y por
haberla conservado durante tanto tiempo, el mero coste del espejo, sin cobrarle
nada por la mano de obra. Serán unos dos reales. Voy a estar aquí tres días y
pararé en la posada y el puesto lo mantendré aquí en la plaza.
--De acuerdo.
--Tenga este número como
resguardo para cuando venga a recogerlo, aunque, en realidad, solo tengo éste
para arreglar y no sería necesario.
--Gracias.
Régulo, que a distancia observaba
a Balbina y al espejero y advirtió que, por la brevedad de la conversación,
ésta no podía haber versado más que sobre lo referente al espejo, esperó a que
el hombre recogiera el puesto y le siguió a la posada. Cuando el espejero tomó asiento en una mesa y
se ocuparon las demás, entró en la pieza que hacía de comedor. Después de
hablar un momento con la posadera, ésta le dirigió a la mesa del artesano.
--Este señor no tendrá
inconveniente en compartir la mesa con usted, ¿verdad?, le preguntó al
sentado. Aquí Régulo es del pueblo, pero los días como hoy que ponemos
lentejas, nos hace el honor de venir a comerlas.
-- Ningún inconveniente.
Encantado de compartir mesa, aunque no sea de mantel, con un vecino. Así
resultarán las lentejas más sabrosas aderezadas con la conversación.
-- Y regadas con el vino que,
como de mis viñas, corre de mi cuenta.
No soy muy hablador. Me gusta más escuchar lo
que personas como usted tendrá que contar ya que tanto ha tenido que ver y que
conocer por su edad y su oficio. Me ha dicho la posadera que es usted espejero
ambulante.
--Sí, mis espejos van de un
sitio a otro, hasta que se quedan en un lugar para siempre. Y son duraderos y
de la mejor calidad. Hoy he tenido la satisfacción de que una vecina me trajera
a arreglar uno que hice, hará más de cuarenta años. Un espejo curioso y con
sabrosa historia.
--Yo la escucharía con agrado
si es que puede y quiere contármela.
--Pues de mil amores. Además,
tal vez usted pueda completarme datos de ella, que ignoro.
-- ¿No será la de un espejo
mágico?
-- ¡Quia! Aunque no sé si
aquellos espejos tenían alguna magia que ayudara a femeninas conquistas al
conquistador.
--Me está usted intrigando.
La posadera llegó con una
escudilla humeante de lentejas con chorizo y un cacillo y la dejó entre ambos
comensales y volvió con una jarra de barro de vino tinto y dos cuartos de
hogaza de pan blanco.
--Como podrá comprobar,
Régulo, su vino lo servimos como nos lo entrega, sin mezclar ni bautizar, y
poco provecho sacamos de su venta al precio que nos lo pone.
-- Ahora comprobaré si lo que
dices es verdad cuando lo beba y me pases la cuenta, rió Régulo. Claro que, tal
vez, el de la jarra de aquellos viajeros no sea el mismo.
--Aquí tratamos igual a todo
el mundo. ¿Quiere comprobarlo?
--Era una broma, mujer.
Llenaron los platos y los vasos y
comenzaron a comer. Régulo ansioso de sacar información, esperaba, sin embargo,
que el deseo de contar y completar la historia por parte del espejero fuera
superior al suyo y fuera él el que reanudara la conversación, reponiéndole vino
en su vaso tan pronto bajaba de nivel, con la esperanza de que le soltara la
lengua y abriera las compuertas de cualquier posible reserva.
--Pues como le iba diciendo,
después de vender un par de espejos en la mañana, cuando ya iba a recoger, se
acercó al puesto una señora que no hacía más que mirar los redondos y ovalados.
Le pregunte si buscaba alguno en particular y me dijo que sí, que uno antiguo
como el que tenía su ama que fue monja. Abreviando, resulta que se trata de un
espejo de mano que hice hará más de cuarenta años, la edad que tendrá usted,
más o menos. Me lo ha dejado para que le ponga en el marco un espejo nuevo,
porque el original está rajado.
-- ¿Y dónde está, aparte de la
antigüedad, la sabrosa historia del mismo?
El espejero, como viejo vendedor
y conocedor de la curiosidad humana, consciente de la de su interlocutor, se
recreaba en la expectación que su historia despertaba, y después de apurar el
tercer o cuarto vaso de vino, chasqueando la lengua, continuó:
--Verá. Había por entonces en la capital,
donde yo empezaba a trabajar por mi cuenta, un señorito, un tal don Mariano,
hijo de un honrado propietario con posibles que salió, un tanto, calavera y sin
otro oficio o dedicación que la de hacer estragos en el sexo opuesto. Debió ser
un auténtico don Juan pues para cada una de sus conquistas me encargaba un
espejo de plata ovalado, con mango, en cuyo dorso figuraran repujadas las
iniciales de su nombre, una M y la del nombre de la amante de turno. Lo menos
seis le hice y le vendí, a un precio fijado por él, generosamente, con la
condición de que ese modelo fuera exclusivo suyo.
El chorizo de las lentejas,
después de haber soltado su sustancia, no era de los de primera calidad y
Régulo que vio sentarse expectante al perro de la posada, comenzó a darle los
trozos que le habían correspondido y que el perro cazaba al vuelo cualquiera
que fueran las direcciones en que se los lanzara.
-- ¿Y el espejo que le ha
dejado para arreglar la señora dice que es uno de aquellos?
-- ¡Como que estamos aquí
comiendo! ¡El primero que le hice! Y lo grande del caso es que la señora me
dice que era de una monja. ¿No le parece jugoso? El don Mariano, como don Juan
Tenorio, conquistador de una novicia o de una monja, que la señora dice que fue
priora. Entonces lo que yo quería que me completara es si esa monja era de
aquí, como se llamaba y demás detalles de su vida. Se lo iba a haber sonsacado
a la señora, pero he preferido hacerlo mañana cuando le entregue el espejo
arreglado, que estará más contenta y confiada.
-- ¿Y cómo está tan seguro de
ser uno de aquellos espejos y, además, el primero que hizo?
-- Pues porque los recuerdo
perfectamente y en la parte inferior del mango ponía yo grabada mi inicial y
éste la tiene. Y sé que fue el primero porque solo tiene las iniciales de cada
uno. A partir del segundo, los demás tenían que ir unidas por una “y”. La
señora creía que la M de Mariano, era de “Madre”, de la monja. Yo no he querido
sacarla de su error. Mañana a ver que me cuenta de la monja. ¿Usted no tiene
idea de a quién se puede referir? Una monja que fue ama de esta señora y cuyo
nombre empieza por C.
Como es de suponer Régulo no
estaba en disposición de suministrar información alguna de doña Clemencia y ya
advertiría a Balbina de que hiciera otro tanto y no tuvo inconveniente en
mentir al contestarle.
--No tengo idea de a quién
puede referirse ni si era de aquí o de otro lugar, lo siento. ¿Y que fue del
don Juan regalador de espejos?
--Desapareció de allí al cabo
de unos años y recordaba esta mañana que una vez hará lo menos quince años, un
día en la feria de Aldea de Esteban le vi acompañado de una dama y como hiciera
intención de saludarle y me reconociera, se alejó presuroso, como no queriendo
hablar conmigo. Desde entonces no he vuelto a verle ni a saber de él.
De nuevo el “maldito Mariano”
salía a relucir y esta vez como posible conquistador de doña Clemencia tal vez
antes de meterse a monja. ¿Habría hecho el espejero otro espejo para la llamada
Lola Suero?
-- ¿No recordará usted el
número exacto de espejos de esa clase y las iniciales de las conquistadas por
casualidad?
--Hace tantos años, que no.
Pero espere. Tengo aquí el cuaderno que le enseñé esta mañana a la señora del
espejo de la monja con el dibujo y a lo mejor tengo anotado algo en ese
sentido.
Y, rebuscando en las maltratadas
alforjas, sacó el cuaderno en el que figuraba el croquis del espejo y se lo
mostró a Régulo.
--Mire así eran aquellos
espejos.
A la vuelta tenía unas
anotaciones y entornando los ojos, consiguió leer lo medio borrado allí
escrito.
-- Va a tener suerte, bueno,
vamos a tenerla, porque ahora a mí se me ha despertado la curiosidad sobre
aquellos espejos del don Mariano y sus conquistas. Qué verdad es esa de que lo
escrito, escrito queda.
Aquí están anotados todos los
encargos. Mire este es el modelo que le hacía, igual al que me ha traído la
señora.
Régulo con un vistazo comprobó la
coincidencia del dibujo con el conocido espejo de doña Clemencia, pero fijó más
su atención en las notas de los pedidos en los que figuraban fecha e iniciales.
Especial atención prestó al apellido del maldito Mariano, Suarez, aunque no mucho,
algo había avanzado en su pesquisa, además del último lugar en que no quiso ser
abordado por el espejero y el hecho de pertenecer a una familia acomodada de la
capital de la provincia. En aquella hoja figuraba n anotados cuatro encargos:
Marzo de 1820. Encargo en
plata de don Mariano Suarez con letras MC. Paga 60 reales.
Mayo 1821. Encargo de don
Mariano de otro con letras M y D. Paga 70 reales.
Enero 1822. Otro encargo de
don Mariano con letras M y R. Paga 70 reales
Abril de 1823. Otro igual con
letras M y F. Paga 70 reales.
Si bien en el primero figuraba la
C que podía corresponder a Clemencia, en ninguno aparecían la L ni la S de Lola
Suero.
Como el espejero volvía a indagar
datos de la monja y Régulo temía dirigiera sus preguntas a la posadera, le rogó
aceptara la invitación de la comida, a lo que Críspulo no opuso resistencia, y
con el pretexto de tomar un café en el bar de enfrente, se lo llevó de allí con
la esperanza de que cuando volviera a la noche a dormir se le hubiera pasado la
obsesiva idea, aunque, teniendo en cuenta que tenía el espejo entre las manos,
no las tenía todas consigo. De modo que ideó la forma de asegurarse que, al menos
por los dos procedimientos por los que pudiera sacar información, la posadera y
Balbina, no la obtuviera. Así cuando dejó al espejero en su puesto de la plaza
con la disculpa de pagar las comidas, pasó por la posada y tras unas frases
intrascendentes, le mencionó a la posadera que el artesano de los espejos
parecía estar indagando en la vida y milagros de algunos vecinos, por lo que
aconsejó a la dueña de la posada que fuera discreta ante sus pesquisas.
--Parece mentira, Régulo, que
no me conozca, yo con los forasteros curiosos siempre tengo presente el consejo
de mi madre: “En boca cerrada no entran moscas” y “A los amigos de saber,
mentiras en él, o poco y al revés.”
Después pasó por casa de Balbina
y le comentó que casualmente había comido con el espejero y le había estado
tratando de sonsacar, no sabía con qué
intención, datos sobre la vida y milagros de ella y de doña Clemencia,
con lo que lo mejor era que no volviera a encontrarse con él y para recoger el
espejo cuando estuviera, mandase con el número que le dio y dinero suficiente a Dorita, su criada, que
nada sabía de doña Clemencia, con la disculpa de que había tenido que hacer un
viaje imprevisto.
Más tranquilo al creer que con
ello evitaría los chismorreos y habladurías sobre su benefactora, Régulo, cayó
en la cuenta de que el segundo de los espejos con las iniciales C y D, podían
corresponder a una Dolores, Lola, sin duda a Lola Suero, y decidió, en el
primer viaje que hiciera a la capital, emprender su busca. Si bien la madre
Eventina le había negado conocer a ninguna Lola Suero, no olvidó la tensión que
le produjo escuchar su nombre y entendió la argucia en la contestación y la
disculpa de conciencia del venial pecado de la monja en su negación a la
pregunta por el nombre artístico, en vez de por el verdadero de Dolores.
Madrid, 9 de abril de 2024.
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