Opinión

Humo

Ramón Castro Pérez | Martes, 30 de Abril del 2024
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Adriano escribe cuentos hermosos. Publica uno por semana en un digital de la provincia. Esta frecuencia, multiplicada por el tiempo que lleva haciéndolo, le ha proporcionado un significativo y fiel número de seguidores. Él va a todos lados con su portátil y aprovecha cualquier tiempo muerto para teclear aquello que primero se le ocurre. Muchos se preguntan de dónde proviene la imaginación de Adriano, cómo articula esos giros inesperados en tan corto espacio. Cuando alguno lo ha parado por la calle para preguntar, él se ha despachado con una media sonrisa a la par que ha agarrado con fuerza el ordenador, apretando el paso, ganándose fama de genio introvertido.

Sin embargo, todos ignoran lo que ocurre pues, en realidad, Adriano es un fraude. A él le escriben los cuentos unos seres que habitan debajo de las teclas de su «MacBook». Coordinados, tiran hacia debajo del cuadradito de plástico que les sirve de techo y crean fascinantes relatos sin otro afán que sentirse útiles y dar rienda suelta a una creatividad que, de por sí, es ya gozosa y satisfactoria. Adriano calla, mientras tanto. Sabe que los seres, sordos y ciegos de nacimiento, jamás sabrán que es él, sin pudor alguno, quien recoge todas las alabanzas a los textos salidos del teclado. Los seres escriben guiados por cada uno de sus corazones, enlazados entre sí, debajo de la maraña de teclas. Sus impulsos eléctricos generan una carga que viaja a través de las conexiones internas del portátil, de manera que componen las más ingeniosas líneas. El punto y final los deja exhaustos y optan por retirarse a uno de los descansillos que se forman tras la compleja estructura que hace levantarse a una tecla cuando se presiona desde el exterior.

Con el paso de los años, los seres engendraron su propia descendencia y la evolución hizo de las suyas, dotándolos, además del criterio literario de sus padres, de oído y vista. Aquello les permitió percatarse de los trajines de Adriano. Enojados y decepcionados, abandonaron el teclado a las primeras de cambio y emprendieron un viaje por el exterior que terminaría cobrándose todas sus vidas. En consecuencia, Adriano perdió su imaginación si es que puede extraviarse aquello que nunca se ha tenido.

Antes de morir, el último de los seres pudo pulsar las teclas de un viejo «keyboard» con tal orden y concierto que, al presionar el comando «enter», los deslumbrados lectores alcanzaron a conocer la magnitud del engaño. Sencillamente, el vaporoso humo con el que Adriano había convivido, con éxito, hasta el momento, no les dejaba ver con claridad. Aunque era sólo eso, humo.


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