La vida, o Dios, o la caótica y perfecta interacción de los millones
que nos damos cita, cada minuto, en este mundo, ordena la distribución de
sucesos que gobierna nuestra existencia. Esta forma de ordenarnos no es
caprichosa pues sigue un patrón que justifica que muchos crean en lo segundo y
que otros tantos veneren lo tercero. Lo primero, la vida en sí misma, requiere
de ellos para tener sentido. Quien quiera que sea lo que la cree, la
distribución tiene colas y son simétricas. En ellas habita toda una suerte de
despropósitos, casi inverosímiles, aborrecibles a los ojos de los privilegiados
que otean el horizonte desde la misma cresta de Gauss.
—¡Que Dios les proteja! —rezan, mientras el tumulto de la cola
izquierda se desintegra en miles de partículas debido a los imprevistos
generados por almas vacías que una vez tuvieron luz. Fruto de una casualidad,
tan infrecuente como el éxito de los justos, sucede lo mismo en la cola
derecha. La casualidad, que, sin embargo, ordena sistemáticamente la vida.
Hay miles de muertos, cientos de desgracias y unas escasas decenas de
elementos que consiguen, a duras penas, mantenerse vivos en las colas. Tan
necesarias como desestimadas, sin ellas, la cresta está condenada a
desmoronarse. Lo que no se quiere ver se acumula en los bordes, procurando un
hábitat proclive a la autodestrucción que, bajo control, garantiza la
existencia del conjunto.
¿Qué harán los hijos de puta que otean el horizonte desde la cresta de
Gauss cuando las colas se ordenen bajo otras leyes que no sean las de la
estadística a la que han fiado sus propias vidas? Lo veremos, tal vez, en otra
(vida) distribución.
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Miércoles, 4 de Diciembre del 2024
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