Opinión

Lúcida desesperanza

Ramón Moreno Carrasco | Jueves, 31 de Octubre del 2024
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Simplemente desalentador. Creo que ese es el adjetivo que mejor define la situación política actual de nuestro país y, en contra de lo que pudiere parecer a primera vista, la internacional. Ello es debido a que, si haces un titánico esfuerzo para mantenerte al margen de las sesgadas informaciones que recibimos, logras hacer un análisis medianamente objetivo y riguroso del fenómeno en sí mismo, la demoledora conclusión es que no hay lugar al mínimo atisbo para la esperanza, que como alguien dijo (lamento desconocer o no acordarme del autor) es una mala consejera, pero una excelente compañera de viaje.

La historiografía, quiérase o no, viene a ser el relato darwinista de la autoridad despótica que, desde ancestrales tiempos, nos ha acompañado. Quienes han ejercido algún tipo de dominio sobre sus semejantes han terminado utilizando las prerrogativas de éste en su propio beneficio, sin que el perjuicio para el interés general supusiese un impedimento. Incluso no son pocos los casos de personajes autores de loables gestas que, durante la ejecución o a la finalización y disfrutando de su merecido reconocimiento público, han empañado su imagen por fragantes contradicciones entre su comportamiento y lo que propugnaban, han justificado la utilización de medios deleznables e inadmisibles por la grandeza del fin que se ha alcanzado, o se pretendía alcanzar teóricamente, han tergiversado el relato para apoderarse del protagonismo que merecían otras personas, valiéndose del refugio y opacidad de su intimidad han sido los verdugos del héroe público que ellos mismos han creado, etc. Cada cual es muy libre de poner los ejemplos que le vengan a la mente o le parezcan más oportunos al caso.

Lo que parece indiscutible es que, si en el transcurrir del tiempo ha habido distintos sistemas organizativos y en todos ellos ha ocurrido lo mismo, el problema es psicológico y no sociológico. El poder suele representar la cúspide de la pirámide del crecimiento personal y profesional. Por otra parte, el éxito, para ser tal, necesita de exposición pública y reconocimiento. Así, aquella persona que haya logrado alcanzar todos sus anhelos, sintiéndose plenamente realizada y contenta consigo misma, pero que, por decisión propia o por imposibilidad, carezca de dicha proyección social, estará excluida del grupo de los triunfadores.

Así, se podría decir que el éxito, lejos de ser una variable fija y constante, admite graduación, de manera que quienes alcanzan o se acercan al pináculo de esa imaginaria representación piramidal, necesitan exteriorizar su preponderancia en el grupo mediante la realización de actos imposibles y/o severamente prohibidos para el común de los mortales. Ya en el año 65 de nuestra era, Séneca acuñó el aforismo “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”.

La empírica prueba de todo ello está en nuestras bicamerales Cortes Generales, donde sus ilustres señorías debaten largo y tendido sobre lo dicho, a lo que denominan corrupción, incluso crean comisiones especiales de investigación, más que nada para entretener al personal, pues sus conclusiones carecen de efecto alguno. Sienten una singular fijación por el aspecto cuantitativo del asunto, sea en base al número de casos sea por su gravedad, como sólido argumento intelectual para neutralizar e invalidar acusaciones de los adversarios, políticos por supuesto. O sea, no solo no niegan su envilecimiento, sino que, implícitamente, lo categorizan como inevitable, al igual que el desastre meteorológico tan predecible como indestructible.

En cambio, no se ha visto aún un debate serio y sosegado sobre qué tipo de medidas se pueden adoptar para erradicar el fenómeno, si existen o no otros países que hayan sido pioneros en este sentido y, en su caso, los resultados que han obtenido, la posibilidad de crear un comité interdisciplinar de sabios para abordar la problemática o, en definitiva, cualquier otra señal, siquiera indiciaria, que denote una verdadera intencionalidad de erradicar este tipo de abusos.

Para el estadista la corrupción es un arma muy útil por polifacética y eficaz, pues actuando como cómplice pasivo (dejando hacer) puede adquirir apoyos incondicionales y duraderos en el tiempo, de los cuales se puede librar en cualquier momento, sea porque ya son prescindibles, porque se han tornado en enemigos que hacen peligrar su liderazgo, porque esas sinecuras se necesitan para otros personajes más relevantes en ese momento o cualquier otro motivo. También muestra óptimos resultados como arma arrojadiza para con los oponentes políticos pertenecientes a otros partidos.

Esta podredumbre institucional tiene un innegable componente sistémico que suele actuar como variable descalificadora para los postulantes, de manera que, si te muestras prurito, reacio a cualquier tipo de complicidad con determinados contubernios, excesivamente moralista o ecuánime, los normales obstáculos aumentarán exponencialmente.

Partiendo de ello, se explica perfectamente la causa de que escándalos palmarios y por todos conocidos se hayan mantenido en el tiempo por desesperante e impúdica inacción de quienes deberían haberlo cortado de raíz. El motivo de que viles personajes, si bien útiles para tareas altamente cualificadas, hayan sido admitidos en movimientos políticos emergentes para después desecharlos como si de un objeto se tratase, quedando impoluta la reputación de quienes de antemano conocían la situación y consintieron. Maniobras para inculpar a personas que luego se demostró ajenas al turbio asunto en cuestión y un largo etcétera.

Justo es decir que, teniendo en cuenta la actual importancia del capital y la influencia que puede ejercer quien lo posee en abundancia, la corrupción no es exclusiva de la clase dirigente, dándose también en el sector privado y con consecuencias no menos dramáticas para el interés general.

Tampoco está de más puntualizar que, a pesar de la sobreinformación propia de los modernos sistemas de comunicación, de conocimiento público solo es una parte, no toda, de la punta del iceberg, existiendo muchos más casos silentes por espurias conveniencias. Una de ellas, sin duda, es el no quebrantamiento de la paz social.

Cada cual es muy libre de pensar y creer lo que estime oportuno, pero hay que ser memo en grado sumo para suscribir que los principales beneficiarios de un fenómeno pernicioso, como lo es la corrupción, van a tomar las pertinentes medidas para erradicarlo, perjudicándose a sí mismos. Lo dicho, esperanza ninguna.

Ramón Moreno Carrasco es Doctor en Derecho Tributario

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