Por definición, un bien público puro es aquel de cuyo
consumo no es posible excluir a quien no pague por él y, además, pueda ser
consumido, de manera simultánea, por una colectividad de personas. Puede
parecer lo contrario, pero, en realidad, es difícil encontrar bienes públicos
puros. No obstante, existen, en tanto en cuanto estos principios (no exclusión
y no rivalidad) se relajen en cierto grado.
Los bienes públicos se financian con impuestos y algunos de
ellos, ciertamente notorios, nos proporcionan beneficios que se extienden en el
tiempo. Son los denominados bienes preferentes, pues logran que el bienestar
colectivo sea mayor que la simple suma de utilidades individuales y esto lo
consiguen durante años (educación y sanidad). Es fácil comprender esta idea,
pues todos preferimos vivir en una sociedad donde todas las personas acuden al
médico cuando están enfermas, por ejemplo. Una colectividad que se cuide,
generará bienestar, en conjunto superior al número de sus individuos.
Sin embargo, los bienes públicos se han enfrentado (siempre)
a un problema: los usuarios de los mismos los valoran de muy distinta forma,
según se trate de expresar cuánto se estaría dispuesto a pagar por ellos
(impuestos) o de señalar una indemnización por su mal funcionamiento. En el
primer caso, la valoración será insuficiente y, en el segundo, excesiva.
Otro problema, que parece darse en aumento, es el que
consiste en la percepción del bien, por parte del usuario final, como si este
fuera privado. Dado que no existen los bienes públicos puros, es frecuente
encontrar algún grado de rivalidad en el consumo, lo que nos obliga a ser
conscientes de que nuestras preferencias individuales se van a solapar con las
preferencias del resto. No deberíamos obviar lo anterior y, sin embargo, parece
que lo hacemos. Como no existe un precio explícito (tal y como ocurre con los
bienes privados), el usuario final se arroga el derecho de ser proveído del
bien, como si se tratara de un bien privado por el cual ha pagado una suma
cierta, apropiándose del mismo y consumiéndolo para sí. Es decir, demandamos un
servicio público sin tener en cuenta al resto de usuarios y colocamos nuestras
preferencias sobre las de ellos.
Lo anterior no son más que expectativas, pues la cantidad
del bien público es la que es y, finalmente, el gestor la administrará de la
manera más conveniente para la colectividad. Pero estas expectativas, que se
tornan en exigencias que no pueden satisfacerse, generan malestar hacia las
políticas públicas. En resumen, si tratamos al bien público de la misma forma
que al bien privado, como usuarios finales, nos hallaremos descontentos, pues
no obtendremos la cantidad que deseamos del mismo ni la calidad en la atención.
Y lo haremos de manera desmesurada, pues todos pagamos impuestos y no tenemos
información exacta, ni de lo que se destina a ese bien público, ni de su coste,
ni mucho menos de su funcionamiento. Así que tendemos a pensar que nuestra
contribución es, si no la mayor de todas, sí muy relevante.
De esta forma, si fumo en los baños del hospital, si demando
privilegios de los cuales no goza el resto de la plantilla de funcionarios, si me
cuelo en la lista de espera, si exijo un cambio de habitación o requiero un
profesor determinado para mi hijo, estaré poniendo de manifiesto que ignoro lo
que es un bien público y que, al mismo tiempo, trato de imponer mis
preferencias sobre las del resto, tal y como haría en un mercado privado.
Cierto es que debemos exigir, a los gestores, una provisión
eficiente del bien público, pero no lo es menos que nosotros, como usuarios
finales, estamos obligados a aceptar el bien público como tal, algo que será
consumido por una colectividad y por el que tenemos el deber de contribuir a su
buen funcionamiento, teniendo en cuenta nuestras expectativas y, también, las
del resto.
Ramón Castro Pérez es profesor
de Economía en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos).
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Domingo, 15 de Diciembre del 2024
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