Gerardo, como el resto, aprovecha cada una de las campanadas para fijar sus propósitos de año nuevo. Incrementar un diez por ciento el número de trabajos, ser más limpio en la ejecución de los mismos, requerir menos distancia y, por tanto, reducir el tiempo de espera, cobrar utilizando los medios que ya usa la competencia, no aceptar encargos que involucren, directamente, a niños, aumentar su tarifa en el extranjero, no usar vehículos eléctricos, considerar, por enésima vez, ese magnicidio por el que le pagarían lo suficiente como para retirarse, cambiar de frutería para el próximo año, mirarse el colesterol y llamar a Luciana, si es que aún quiere saber algo de él.

2025 traerá algunos de ellos, si bien Gerardo sabe que, la mayoría, dependen de su voluntad. Los ha ido señalando de menor a mayor dificultad, llegando casi a atragantarse con la última uva. La conoció en una escuela de tiro, volviendo a coincidir en un trabajo internacional de media escala. Los dos saben que dedicarse a lo mismo pone las cosas más difíciles. Por esta razón, ella lo dejó hace unos meses, como muestra de buena voluntad, para con Gerardo y, también, con el resto de habitantes del planeta. Él no tuvo valor para hacer lo mismo y sabe, en el fondo, que jamás lo tendrá. Por eso quiso dejarlo en manos del destino, como último propósito en la noche de fin de año.