“Sólo dos legados duraderos podemos dejar a nuestros hijos: uno, las raíces de los principios; otro, las alas para volar”. Hodding Carter
La educación que recibimos en los
primeros años supone la raíz a la que estamos vinculados de por vida. La
educación es como un prolongado bautismo que también imprime el
carácter, el estilo... el aire de familia. Un estilo que
siempre aparece en los momentos de las grandes decisiones que los hijos
han de tomar en la vida y en el ejemplo a dar ante situaciones donde la
decencia y moralidad están en juego. La calidad de los principios
recibidos resulta ser así como los olores…nunca
desaparecen de nuestra memoria.
La familia es la primera escuela donde aprender a vivir y comenzar el
aprendizaje de las relaciones personales. A través de ellas descubrimos
la realidad total de nuestra identidad basada única y exclusivamente en
la libre apertura y donación a quienes nos
rodean, en principio, los padres y hermanos. Su talante, su nivel lo
aporta de manera definitiva el ejemplo de esos mismos padres
trasmitiendo los valores naturales presentes en todo momento: Sentido de
unión, aprendizaje, cariño, comunicación, generosidad
y austeridad. El ser humano dentro de la familia como lugar de
encuentro de esa vocación amante, o la persona como un ser abierto, como
pura relación. Esta apertura, esta salida de nosotros mismos es lo que
nos marca de una manera radical. Y en esa relación
es fundamental la condición de hijos que nos define.
Una relación que es reflejo de la que Dios mantiene con cada uno de sus
miembros y que se torna única e irrepetible. Una relación de amistad que
se descubre y profundiza a través de la oración, del conocimiento
intelectual y de las obras y que tiene como característica
más profunda la posibilidad real del conocimiento completo de uno mismo
ya que nos hace descubrir de manera gozosa nuestra verdadera identidad,
la de ser Hijos de Dios.
Una relación que se erige en la máxima expresión entre las personas pues
trascendiendo la capacidad natural de amar, satisface y colma a la
propia naturaleza a la vez que hace sentirnos sorprendidos por la
dimensión que ese acto de amor conlleva. Se trata pues
de una experiencia real que inunda a todo el edificio del ser humano y
que se alza más allá del mismo ser…hasta perderse en la inmensidad de lo
Eterno.
Renunciar a la filiación es renunciar a la familia y por ende hacerlo a
nuestra verdadera naturaleza. Sin la filiación, el hombre no existe ni
tampoco la familia. La filiación es lo que identifica por tanto al ser
humano, pues todos somos hijos, es el único
regalo universal consecuencia del amor humano que se da y se recibe. Se
da cuando los padres engendran una nueva vida y se recibe cuando el
hijo agradece y toma conciencia de ello en ese acto de amor entre sus
padres.