Opinión

“Frasio” el lascivo mancebo de La Llana (II)

Juan José Sánchez Ondal | Martes, 11 de Febrero del 2025
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Eufrasio era natural de Altozanos del Rio, pueblo de unos ochocientos habitantes, eminentemente agrícola, con feraces huertas que humectaban las aguas del rio Guadialto, afluente del Raudo. Había asistido a la escuela hasta los 12 años, demostrando cualidades que, en otro caso, de haber pertenecido a una familia de mayores posibles, hubiera seguido los estudios académicos correspondientes y concluido,  incluso, una carrera universitaria, pero las necesidades de su casa formada por el padre ex minero silicótico, la madre y cinco hermanas más,  de los que él era el tercero y único varón,  le obligaron a ponerse a trabajar en el pequeño huerto familiar ayudando a su padre y llevando a la capital el producto de los cultivos los días de mercado, hasta que a los dieciocho, decidió alistarse en el ejército como voluntario para cuanto antes cumplir sus obligaciones con la patria.

Sus dotes intelectuales, muy por encima de la media de su regimiento, pronto le ayudaron a poner en su manga, primero los galones de cabo de remplazo y los de cabo primero a continuación, habiendo ejercido su graduación más en funciones de administración que de mando de tropa. En los últimos tiempos, en previsión de su licenciamiento y vida civil posterior, consiguió ser destinado a la farmacia del regimiento y aunque en la misma no había mucho más que las famosas aspirinas militares, las nacaradas escamas de ácido bórico, el bromuro y otros compuestos antidiarreicos y bicarbonatados, o desinfectantes alcohólicos y yodados, algodones y vendas, se familiarizó con los parcos productos de la farmacopea, con la idea de obtener cuando saliera un empleo en alguna botica de la capital o pueblos aledaños. Y así fue, tras trabajar como aprendiz dos años en la de su pueblo, como pasó, a continuación, de mancebo a la de la Licenciada doña Rosa Mortero en La Llana, dotada del botamen más artístico y abundante de la región, procedente de los acreditados alfares de El Puente del Arzobispo.

Había incorporado Eufrasio a su estatura, a su natural físico bien constituido y a la corrección de sus facciones, la marcialidad de cabo de gastadores y la habilidad del trato con los mandos, primero, y con la doliente clientela, luego, que le aportaron aquel atractivo entre las huestes femeninas de la ciudad llanera, del que, desde hacía tiempo, le tenía confuso y no menos perplejo, tan continuado decaimiento.

—Algo tiene que estar pasando que no soy capaz de vislumbrar en esta batalla intersexual para que ni las más adeptas e incondicionales demandantes de mis lúbricas atenciones, no ya no comparezcan como acudían insinuantes o claramente solícitas, sino que no haya vuelto a verlas el pelo y mucho menos el vello, se quejaba el ayudante de farmacopola.

Gran curiosidad había despertado en el don Juan apotecario, en cualquier caso, el sujeto del Ambulatorio del que había oído menciones laudatorias, tanto en lo concerniente a sus condiciones físicas cuanto en lo relativo a su fulgurante crédito profesional. Ello le llevó, con la disculpa de consultar una enrevesada receta de una fórmula magistral expedida por el viejo pediatra don Filodio del que, sin embargo, de sobra conocía su temblorosa y deformada letra, a pasarse por el centro sanitario donde ambos prestaban sus servicios y de visu, comprobar las condiciones del posible competidor y causante de las defecciones de sus incondicionales adeptas.

Pronto supo que el susodicho era el doctor Rubio, especialista en ginecología, lo que aumentó las sospechas del mancebo de botica, a las que daba pábulo la información de que, desde su llegada, la lista de espera para ser por él atendidas, había alcanzado la cifra nunca conocida en el centro, de tres meses.

—Juega con ventaja el muy sinvergüenza, y ahora me explico mi periodo de estar a verlas venir sin que ninguna me llegue, salió mascullando Eufrasio, sin acabar, no obstante, de encontrar explicación cumplida a su absoluto abandono, por mucho que este hubiera arrancado, más o menos, de la fecha de llegada del tal Rubio, del que, sin embargo, seguía desconociendo su porte, su estampa y su pelaje. Ya que estaba allí, podía satisfacer su plena curiosidad, esperando que terminara una de sus consultas, para como mancebo de la farmacia más afamada de la ciudad, saludarle, darle la bienvenida, ponerse a su disposición y ofrecerle sus unilaterales servicios, ya que no eran posibles los recíprocos, lo que, dada la actividad sanitaria de ambos, no tenía por qué despertar la más mínima sospecha, antes bien, podría tomarse como una atención afectuosa y de cortesía semi comercial.

Cinco pacientes ocupaban la sala de espera. Dos de ellas conocidas como clientas habituales de la farmacia a las que saludó afectuoso, rogándoles que si no tenían inconveniente le permitieran pasar a saludar al nuevo doctor, no más de un par de minutos, atención que unánimemente le fue concedida.

Salió el doctor Rubio a despedir solícito a la paciente que había atendido, y al ver al mancebo entre sus pacientas, que se diría ahora en lenguaje inclusivo, quedó en un primer momento sorprendido, pensando, luego, que sería el esposo o compañero de alguna cliente o de otra que no había podido asistir a su cita. 

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