Opinión

Ciri carnavalero

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 1 de Marzo del 2025
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Desde la mesa acostumbrada observo, por las cristaleras, el movimiento, bastante más agitado de lo normal en las tarde de viernes, por el comienzo del carnaval. Son los niños y jovenzuelos los más numerosos en la plaza, algunos con los disfraces de la mañana en los colegios.

Durante la semana he visitado varios días a mi amigo, se ha repuesto bastante del disgusto que había sufrido. Hemos quedado en juntarnos hoy, por fin. 

Me sorprenden las carcajadas del camarero y Kali sobresaliendo por encima de las conversaciones de la clientela. Inevitablemente giro la cabeza con el afán de enterarme del jolgorio, que regocija a los trabajadores de la cafetería. 

Es por la entrada de un señor con sombrero tipo hongo, unas gafas de plástico de las cuales se desprenden dos ojos sujetos por unos muelles, que se mueven continuamente en todos los sentidos, desacompasados por los giros de cabeza del sostenedor, la nariz va cubierta con una pelotita roja estilo payaso.

¡No  puedo  creerlo! ¡Es Ciri! ¡Mi amigo Ciri! 

No sé si salir corriendo o quedar sentado, inmóvil por la sorpresa. Opto por lo segundo, aunque debo cerrar la boca de bobalicón que se me había abierto.

Hasta que llega junto a mí, va saludando a los comensales e inclinando la cabeza, con lo que las gafas lanzan los ojos plastificados en todos las direcciones que pueda marcar la improvisación. La sorpresa en los asistentes se transforma en risas, comentarios de aprobación e incluso aplausos en al guna mesa. 

Debo tener la cara al rojo vivo, por la sensación tan fuerte de calor que experimento con esta situación, no sé si vergüenza, enfado o simplemente choque emocional. Me recorre la cabeza la frase tan utilizada en estos casos: «Si lo sé no vengo». Pero ya no tiene solución.

—¡Buenas tardes, querido amigo! —me saluda Ciri inclinando la cabeza y enloqueciendo en movimientos sus ojos postizos; acompaña con  una voz de caballero feudal y tonos de tenor destemplado.

Sin quererlo y a pesar de mi estupefacción me arranco con una carcajada imposible de contener. ¿Cómo conseguir seriedad y moderación con el espectáculo que tengo delante? Pues… «de perdidos, al río». Me uno al jolgorio del que disfrutan los parroquianos de la cafetería. No hay que decir que el primer disfrutador de la escena es el mismo protagonista. Va calmándose a medida que se desprende del sombrero-hongo, de las gafas y de “la pelotita de las narices”.

Intermedio en estos instantes, Kali nos ha traído los cafés amancebados con las magdalenas, se trata de un momento solemne, para Ciri, donde los haya. Percibe el aroma de los productos, necesita cerrar los ojos, ahora los suyos propios, y aspira con deleite, su cara denota satisfacción emocionada y asertiva.

—¡Vaya rato de vergüenza que me has hecho pasar! No te voy a hablar hasta el año que viene.

—Poca palabra tienes. Quieres castigarme sin hablar conmigo  y ya lo estás haciendo, —responde mi amigo con una nueva carcajada y tomándose a guasa mi afirmación—, vergüenza por qué… Recuerda que estamos desde hoy disfrutando del carnaval. ¿No seguirás pensando que la gente aprovecha para desmadrarse y, tapándose la cara, ejecuta las más pervertidas acciones, espurias por demás, como nos sermoneaban antes?

—Claro que no, Ciri. He progresado mentalmente algo, desde que usaba pantalón corto. Pero es que la sorpresa que me has dado roza lo impensable, —aclaro al compañero con voz más calmada y sin ecos de rencor.

—Lo que me hace gracia —añade Ciri— es el nombre que le pusieron a estas fiestas precursoras de la cuaresma cristiana, “abandonar la carne”, que es lo que significa textualmente. Y digo yo, que solo afecta a las  gentes que vivimos en el interior de las penínsulas, porque a los que habitan  en las costas, alimentados de buenos pescados, mariscos y percebes, ni les va ni les viene.

—Pues es verdad…, 

—Ya sabes que me encanta el carnaval y sus fiestas. Más allá de las bromas que podamos gastarnos, como la de hoy… Me admira el derroche de ingenio, trabajo, esfuerzo de cientos de personas solo en nuestro pueblo, sacrificio y, sobre todo ARTE.

—Efectivamente, así es. Grupos, asociaciones, amigos, dedicados con una ilusión contagiosa para decidir la idea clave del tema a desarrollar. coser trajes, buscar calzado, adornos.

—Y las carrozas, ¿Qué me dices de las carrozas? —me corta Ciri— Impresionantes, bellísimas, como salidas de manos de artistas, que así podríamos denominar a quienes las confeccionan. Para mí, que no tienen nada que envidiar a las esculturas de las fallas de Valencia.

—Y el esfuerzo de cada persona participante en  la preparación después de las jornadas normales de trabajo; porque te recuerdo que las empresas o los autónomos no dan vacaciones aprovechables para estos menesteres.

—Tengo que añadir, —continúa  mi amigo como emocionado— que este gran movimiento es totalmente voluntario, a nadie se le obliga ni se le paga por participar en lo que buena mente pueda. Y la recompensa, exceptuando alguna agrupación que consiga premios, no es nunca crematística, su mayor paga es poder desfilar y hacer partícipe al resto del pueblo que contempla, arrancar un aplauso, una sonrisa, un gesto de admiración.

—Ciri, —pregunto a mi amigo— ¿Estarías de acuerdo en que podríamos calificar los carnavales como una fiesta del pueblo, con el pueblo y para el pueblo?

—Absolutamente de acuerdo, compañero. Ahora comprendes mi alegría y la idea de venir “algo enmascarado” al café. —Completa mi amigo dándome unas palmadas en el hombro y dibujando su sonrisa picarona de bromista carnavalero.


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