En esta gran feria digital, donde las pantallas son nuestros
espejos y los algoritmos nuestros dioses, la soledad ha encontrado una
madriguera insospechada. Estamos rodeados de voces, de notificaciones que nos
prometen relevancia, de mensajes que llegan sin ser pedidos y se desvanecen sin
ser respondidos. Y, sin embargo, en la densidad del ruido, se escucha un eco
hueco: estamos solos. No la soledad de los ascetas ni la d los poetas malditos,
sino una soledad impersonal, multitudinaria, una ausencia disfrazada de
conexión.
Nos dicen que nunca ha sido tan fácil comunicarnos. Un clic,
un emoji, un “te echo de menos” escrito sin levantar la vista del teclado. Ya
no nos escuchamos, solo esperamos nuestro turno para hablar. Ya no miramos a
los ojos, solo contemplamos perfiles meticulosamente editados, que nos
devuelven versiones de nosotros mismos que jamás existieron.
Las redes sociales nos han dado la falsa ilusión de que
formamos parte de algo, pero la pertenencia que prometen es tan efímera como
una cerilla encendida. Nos hemos convertido en espectadores de vidas ajenas,
comparándonos con escenarios de cartón piedra donde todos sonríen, todos
viajan, todos aman y son amados. Mientras tanto, la soledad crece como una
sombra que nadie quiere nombrar.
Nos aterra el silencio, nos incomoda el roce real de una
conversación sin filtros. Preferimos la asepsia emocional de los mensajes de
texto a la crudeza de un encuentro sin pantalla de por medio. Nos hemos vuelto
maestros en el arte de evitar la incomodidad de la verdad.
¿Hay salida? Quizá. En el esfuerzo deliberado de apagar el
teléfono, de sentarnos frente a alguien y sostener la mirada sin prisa. El arte
de reaprender lo que creíamos innato: la conversación sincera, el afecto sin
iconos, la presencia desnuda y sin atajos. Tal vez, en el acto de
desconectarnos, podamos recordar lo que significa realmente estar conectados.
No con una red, sino con una vida que no necesita validación externa para ser
vivida.
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Miércoles, 2 de Abril del 2025
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