La salud mental es el gran tema silenciado, el que todos padecen y pocos nombran. Y sin embargo, está en todas partes: en la vecina que apenas sale de casa, en ese adolescente que no duerme ni se concentra, en el padre de familia que sonríe en la cena y llora en el coche. Está también en nosotros, en las grietas que a veces se abren sin previo aviso.

Lo más cruel es que el sistema responde con indiferencia. Si tienes ansiedad, te dicen que hagas deporte. Si tienes depresión, que pienses en positivo. Si estás al borde del abismo, que esperes tu turno: hay seis meses de lista de espera para ver a un profesional. La salud mental no se resuelve con frases de taza ni con palabras vacías. Se resuelve con escucha, con políticas reales, con recursos y con una sociedad que no mire hacia otro lado.

No es solo un asunto individual. Es colectivo. Porque una sociedad que ignora el sufrimiento de los suyos está enferma también. La salud mental no puede ser un privilegio para quien pueda pagarla. Tiene que ser un derecho, como lo es respirar.

Hay que empezar a decirlo alto: no estamos bien. Y no pasa nada por no estar bien. Lo que no podemos permitirnos es seguir callándolo. Hablar nos salva. Escuchar nos salva. Pensar, en el fondo, también cura.