La abuela representa el origen, la raíz profunda que ancla la memoria familiar a la tierra. Muchas fueron niñas en tiempos de silencio, mujeres jóvenes bajo estructuras que no les permitían ser libres, y adultas que aprendieron a resistir con una mezcla de paciencia, coraje y ternura. En ellas habita una sabiduría no aprendida en los libros, sino cultivada a base de heridas, de pérdidas, de entrega silenciosa. Son, muchas veces, viajeras en sentido amplio: han recorrido países, sí, pero también los paisajes emocionales del duelo, del sacrificio, de la esperanza. Su amor, incondicional, generoso, sin aspavientos, es el primer refugio verdadero.

Pero la madre es quien, muchas veces, encarna la frontera entre lo heredado y lo transformado. La madre es tránsito, es decisión, es abrazo y empuje al mismo tiempo. Mientras la abuela teje la historia, la madre se reinventa. Sostiene sin perderse, entrega sin desaparecer, lucha por la autonomía y a la vez protege lo más frágil. Ha heredado la fortaleza de su madre, pero también la ha moldeado con su propio deseo, con una voz que quiere ser escuchada. En su figura se funden lo ancestral y lo contemporáneo: la sabiduría del pasado y la búsqueda constante del presente.

Ambas, abuela y madre, forman una línea de fuerza, de ternura lúcida, de amor que no se agota. En sus diferencias y similitudes, en sus silencios y palabras, habita el legado más potente que puede ofrecerse: la capacidad de amar sin condiciones, de cuidar incluso cuando nadie las cuida, de sostener cuando todo lo demás tambalea. Son raíz y ala, tierra y viento.

Donde está mi abuela, hay historia.

Donde está mi madre, hay presente.

Y donde ambas conviven, late un futuro más humano, más verdadero.