No es nuevo ni tampoco algo inédito. Sin embargo, sí despierta polémica y hasta agravios comparativos. Pocos lo defienden y, en general, estarán en contra el resto de segmentos de población pues, como es natural, la medida provocará una pérdida de representación en cada uno de ellos. No obstante, el anuncio supone una oportunidad para reflexionar sobre su idoneidad.
En primer lugar, a nadie se le escapa que comunicaciones como esta desvían la atención de la ciudadanía, haciendo perder el foco en asuntos de actualidad que pueden no resultar convenientes. Volver a introducir este debate distraerá nuestra atención de cuestiones turbias que, lamentablemente, inundan el panorama político de los últimos meses.
Ya metidos en harina, convendría analizar las ventajas e inconvenientes de incluir a nuestros adolescentes de 16 y 17 años en el censo electoral, sin perder de vista las estadísticas. Estas nos adelantan que, según el INE, a 1 de enero de 2025, existían 1.086.325 jóvenes de 16 y 17 años, en España. Teniendo en cuenta que la participación media en unas elecciones generales se cifra entre el 65 y el 70 por ciento y suponiendo que este porcentaje se mantuviera en esta franja de edad, estaríamos hablando de la incorporación de entre 700 mil y 760 mil votos en los próximos comicios (en las elecciones de 2023 se emitieron unos 25 millones de votos).
Ya que hablamos de porcentajes, sería interesante comprobar cómo cambiaría la composición del censo. Para ello, podríamos realizar un sencillo ejercicio en el que dividiríamos a la población en tres grupos, a saber, jóvenes, senior y mayores de 55. El primer grupo estaría compuesto por personas entre 16 (o 18) y 30 años. El límite superior, los treinta, es la edad media de emancipación en España. En el segundo tramo encontraríamos ciudadanos con edades comprendidas entre los 31 y los 54 años, centrados en la crianza de los hijos o en sus carreras profesionales. Por último, a partir de los 55, encontramos personas cuyas expectativas están influenciadas por la cercana etapa de la jubilación. Nuestro ejercicio de simplificación quedaría como sigue en la tabla:
La incorporación de los jóvenes de 16 y 17
años al censo electoral restaría, únicamente, un punto al grupo 31-54 y otro
punto al grupo de mayores de 55, por lo que, a priori, no parece que estos
segmentos sufran una pérdida considerable.
Más allá de las cifras, lo que está claro es
que incluir a estos jóvenes refuerza la presencia de intereses vinculados al
primer tramo de edad y ello puede (y debe) alterar la composición cualitativa
de los programas electorales, algo que, por otra parte, es natural y ya hemos
vivido en décadas anteriores. El debate está, por tanto, en las ventajas e
inconvenientes que esta medida podría traer consigo.
Comenzando por las ventajas, aquella parte
del censo que aumenta generará un mayor eco a la hora de expresar sus
preferencias que, en la tabla anterior, hemos señalado como vivienda, salarios,
educación y reforma del sistema de pensiones, esta última de cara a eliminar el
déficit contributivo de la Seguridad Social, financiado vía transferencias del
Estado y que está, hoy por hoy, empleando recursos tributarios en detrimento del
gasto en partidas que interesan a los jóvenes. Así, los campos de interés de los
programas electorales podrían comenzar a virar hacia asuntos como estos ¡Y
también los Presupuestos Generales del Estado!
Por último, a la hora de citar
inconvenientes, la primera pregunta es si realmente es un inconveniente que
alguien, en edad legal de trabajar y de decidir su itinerario académico y
profesional, exprese sus preferencias mediante el voto. Muchos argumentarán que
los partidos políticos iniciarán acciones para hacerse con esos votos, algo
que, por otra parte, ya se está haciendo con el resto de grupos (basta
preguntarse por qué ningún partido político cuestiona el actual sistema de
pensiones). Otros aludirán a la falta de madurez que, sorprendentemente, parece
adquirirse de manera inmediata, justo al cumplir los dieciocho. También estarán
los que argumentarán que, al ser jóvenes no independientes, muchos de ellos
anularán los votos de sus padres y madres, que los sostienen económicamente. En
tal caso, habría que elevar la edad del voto a los treinta años.
En conclusión y bajo mi punto de vista, ni
el asunto es tan grave ni es, tampoco, dañino sino todo lo contrario. Asumir
responsabilidades es una gran noticia y acelera el paso durante el camino a la
madurez a la vez que modula los equilibrios de poder entre los diferentes
grupos de población. Nos interesa que los jóvenes participen.
Ramón Castro Pérez es profesor de Economía
en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos)
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Domingo, 20 de Abril del 2025
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