En tiempos de transformación acelerada y desconfianza institucional, hablar de la abogacía en España exige mucho más que enumerar problemas coyunturales o nostalgias gremiales. Requiere una mirada estructural, casi filosófica, sobre el papel que el abogado desempeña —o debería desempeñar— en una democracia avanzada. Porque más allá del litigio, del recurso o del dictamen, el abogado encarna una función mediadora entre el ciudadano y el poder. Y esa función, en el presente español, se encuentra en una encrucijada profunda.
La abogacía no es simplemente una profesión regulada: es una pieza constitutiva del Estado de Derecho. No existe justicia sin contradicción, y no hay contradicción sin defensa. Esta verdad elemental se ve, sin embargo, distorsionada por la creciente tecnificación de la justicia, por la digitalización desbocada, por el colapso administrativo y por una burocratización que amenaza con vaciar de contenido la dimensión más humana y garantista del Derecho.
Hoy, en muchos estrados de España, la defensa ha dejado de ser un arte para convertirse en un trámite. Lo urgente devora lo importante. Se multiplican los plazos, los formularios, las plataformas virtuales, mientras se debilita el espacio sagrado del alegato oral, de la argumentación matizada, del encuentro entre las partes ante el juez. La palabra —herramienta nuclear del abogado— se ve sustituida por códigos, interfaces y automatismos que, si bien necesarios, corren el riesgo de generar una justicia despersonalizada, fría, ininteligible para la ciudadanía.
Pero la amenaza no es solo técnica. Es también política y cultural. El abogado, históricamente custodio de derechos fundamentales, empieza a verse relegado a mero operador jurídico. Se le exige eficacia, rentabilidad, resultados; se olvida que su misión última no es ganar casos, sino sostener el equilibrio entre derecho y poder. Defender, a veces, no al cliente, sino al principio. Y esto, en una sociedad crecientemente polarizada, sometida a lógicas de inmediatez y desinformación, requiere una fortaleza ética que no puede improvisarse ni automatizarse.
La abogacía, cuando es ejercida con conciencia, es un oficio de tensión permanente. Tensión entre la ley escrita y la justicia posible. Entre lo que es legal y lo que es legítimo. Entre lo que el cliente pide y lo que la dignidad profesional permite. Esa tensión es lo que la ennoblece. Pero también lo que la hace vulnerable: no hay defensa real sin desgaste emocional, sin soledad ante estructuras que, a menudo, se protegen a sí mismas antes que al derecho.
En este contexto, resulta indispensable repensar el lugar de la abogacía en la arquitectura democrática. No basta con reformas superficiales o campañas institucionales. Se necesita una revalorización cultural del abogado como figura de mediación y límite. Como profesional dotado no solo de conocimientos, sino de pensamiento crítico, coraje moral y sensibilidad social.
La justicia española no saldrá de su actual crisis sin una abogacía fuerte, libre e independiente. Una abogacía que no tema incomodar al poder, que no abdique de su función pedagógica, que no se limite a gestionar conflictos sino que contribuya a comprenderlos. Una abogacía que recupere el pulso de la ciudadanía sin perder su rigor técnico. Porque cuando el abogado deja de hablar con hondura, el poder habla solo.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"
Viernes, 6 de Junio del 2025
Sábado, 7 de Junio del 2025