Opinión

Diagnóstico idiosincrático subjetivo

Ramón Moreno Carrasco | Martes, 10 de Junio del 2025
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Confieso que en ciertas situaciones que se presentan inopinadamente me veo como indefenso en medio de un terreno yermo y sin saber qué dirección tomar. Fue hace cosa de tres o cuatro años, cuando un familiar me llamó para que le ayudase a tramitar una ayuda anunciada a bombo y platillo, como ya es consuetudinario en nuestra tierra patria, por el ministro o ministra, no recuerdo esos superfluos detalles, de turno. Pensé lo saludable que sería para él que buscase otras alternativas recreativas para su más que evidente exceso de tiempo de asueto, y creo que así se lo hice saber con evidente retranca. Terminada la llamada telefónica sentí incertidumbre y preocupación por ignorar si el episodio de marras se debía a una broma, un puntual episodio etílico, una enajenación mental transitoria o síntomas de un prematuro proceso senescente que precisaba de inmediata intervención facultativa para evitar males mayores. 

Imagino que mi sorpresa no es un hecho aislado y que ustedes, en circunstancias similares, hubieran tenido análoga reacción. En nuestra particularísima evolución democrática hay implícito un elemento de normalización de la corrupción, una permuta de valores en cuya virtud lo que debería ser residual y excepcional se ha convertido en ordinario y absolutamente normal y viceversa. Los episodios de podredumbre de nuestros estadistas se suceden sin solución de continuidad, pasando del asombro que nos produjo el incumplimiento de la promesa de los 100 años de honradez del ya ajado Don Felipe González a la absoluta apatía ante episodios como la Dana, con el correspondiente presidente autonómico aseverando en las Corts Valencianes que, después de más de 200 muertos, había aprendido la lección, el saber que nuestros impuestos han servido para la eximia labor de costear los gastos de la amante de un ministro, algo que debe ser esencial para el interés general pues anteriormente hicimos lo propio con los devaneos sexuales de su Majestad el Rey emérito, o como los adalides contra el abuso sexual no predican, precisamente, con el ejemplo y cuando la lívido se apodera de ellos tienen comportamientos más que cuestionables. 

Constituye un hecho empírico que la idiosincrasia humana es una paradoja de luces y sombras, haciendo imposible que todas nuestras acciones sean inmaculadas y sostenibles en el transcurrir del tiempo. Mientras la mayoría de nosotros, cuando somos conscientes de haber errado nos sentimos culpables e intentamos, en la medida de nuestras posibilidades, corregir sus perniciosos efectos, los poderosos, lejos de intentar ocultarlo, parece que se ufanan de ello practicando el nepotismo en la designación de cargos de confianza, mercadeando públicamente con sinecuras a cambio de apoyos para acceder a los puestos más relevantes, encargando a sus subalternos la búsqueda y contratación de compañías o la compra de sustancias estupefacientes para uso privado, sin que les inquiete la posibilidad de ser expuestos ante un obligado cese. ¿Sera una premeditada estrategia para aliviar el peso de nuestros cargos de conciencia? ¿Se muestran tan inconfundiblemente humanos para procurar nuestra paz mental y espiritual?

Mientras nosotros, en las interacciones sociales, defendemos con uñas y dientes nuestros pensamientos e ideologías, sin caer en la cuenta que en la más de las veces la discrepancia no radica en el fin a conseguir sino en el camino más corto y apto para alcanzarlo, ellos, bajo la cortina de encarnizados enfrentamientos en los sendos plenos de las múltiples cámaras (Cortes Generales, Parlamentos autonómicos y Plenos municipales) y gruesas acusaciones vía medios de comunicación de masas y redes sociales, parecen encantados con el imperante status quo, pues las iniciativas para la corrección de tales desmanes brillan por su ausencia y los incumplimientos electorales al respecto son sistemáticos. Ya lo dijo el escritor, poeta, ensayista y filósofo francés Paul Valéry: La guerra es una masacre entre mucha gente que no se conocen pero se odian, para beneficio de poca gente que sí se conocen pero no se odian.

Lo realmente asombroso es constatar la creciente permisibilidad social al fenómeno, haciéndonos creer que lo importante es la ideología, no el interés general y el bienestar social. Así el “mesías” monopoliza los dogmas del ideario que dice representar, cercenando la posibilidad de que otra persona lo pueda hacer, situando a los acólitos en la disyuntiva de tolerar lo que a todas luces es impúdico o permitir el paso a otros idearios que lo perjudicarán más. El que mira por los menesterosos debe gozar de mayor benevolencia que el que está convencido de la necesidad previa de crear riqueza para luego redistribuirla y dar, si fuere necesario, prioridad a los sectores más desfavorecidos. 

Si algo caracteriza a nuestra clase dirigente es su liliputiense capacidad intelectual y mastodóntico cinismo, privándolos de herramientas adecuadas para defenderse cuando son pillados in fraganti, la prensa empieza a hacer preguntas incomodas o el poder judicial decide iniciar las correspondientes investigaciones, molestándolos y desasosegándolos. Ante ello optan por desacreditar instituciones de reconocido prestigio, ausentes de un mínimo sustento jurídico sólido, pues si lo hubiere se pondrían en marcha los mecanismos previstos al efecto, limitan el derecho a la libertad de expresión bajo el eufemismo de protección contra los bulos, lo que no deja de tener sorna en gente tan erudita en el engaño y la manipulación, y se niegan a crear un poder judicial verdaderamente independiente y eficaz, donde la ideología de los magistrados tenga la menor incidencia posible.

En definitiva, este debate no es ideológico sino sistémico. Sin una igualdad ante la ley en el que la ideología deje de ser atenuante o agravante según los casos, sin un escrupuloso respeto a los derechos humanos, entre los que se encuentra la libertad de expresión y de pensamiento, y una división de poderes real, la democracia verdadera va perdiendo terreno a favor de la autocracia, donde no hay lugar a la discrepancia sino al pensamiento único, la información es restringida y el despotismo impera en las instituciones públicas.

Tenemos derecho a ser de izquierdas, de derechas, de centro, tenemos derecho a temer, o a apoyar, a quienes abanderan ciertas proclamas más propias del pasado siglo que del actual, tenemos derecho a creer o no lo que dicen. Pero por encima de todo ello tenemos derecho a que se nos trate con dignidad y respeto, castigando a quien hace promesas a sabiendas de que no podrá cumplirlas, tenemos derecho a que nuestros representantes sean honestos y que en caso de no serlos sean sancionados de manera similar a como lo seriamos nosotros y tenemos derecho a una justicia real y objetiva.

Para lograr todo ello se hace necesario entender que nuestra responsabilidad va más allá de depositar el voto cuando toca, que es necesario que el mandatario sienta la presión social y sepa que cruzada cierta línea será cesado de su cargo. Para eso debemos de dejar de poner énfasis en las diferencias para centrarnos en las muchas cosas que tenemos en común. Y lo paradójico de todo ello es que somos capaces de hacerlo y lo hemos demostrado, desde el accidente del Prestige hasta el apagón eléctrico general, pasando por el 11 m, la pandemia del Covid y la Dana. De repente la gente arrima el hombro y se va a limpiar lodo o retirar petróleo según toque, ignorando la sesuda disputa de si la responsabilidad es de la autonomía o del estado, los semáforos dejan de funcionar y nadie mienta a las sacrificadas madres, sino que se establece un sistema para que pasen todos sin importar los retrasos, se da preferencia a las personas con más dificultades, sin siquiera caer en la cuenta de que quizás estemos ayudando a nuestra antítesis ideológica, al emigrante que algunos dicen que nos quita el puesto de trabajo, al homosexual que, superado por la adversidad, da las gracias sin vernos y sin que le provoquemos deseos libidinosos. La ama de casa que está cocinando abre el frigorífico lo vacía y se planta en la calle dando de beber y de comer a quien lo necesite. Alguien se acuerda del matrimonio anciano de al lado y se presenta allí para asegurarse de que siguen tomando su medicación y que si el respirador no funciona venga la ambulancia, y tantos otros ejemplos que se pueden poner.


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