Feria 2019

El dolor antiguo de los parques

Premio "José Antonio Torres" de poesía

Francisco Xavier Lama López | Lunes, 13 de Agosto del 2018
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Sé que el policía local ama los suspiros,

la transparencia gigantesca de los mapas,

en este mayo en el que los ciervos extranjeros

duermen con la posibilidad de convertirse

en árboles cargados de hojas besadas por la culpa.

 

Mis saludos, brisa ardorosa, júrame

que las cariátides no han robado los ojos de los ancianos

en los parterres donde los amantes descabezados

copulan y se untan con la confitura rara de los magnolios.

El policía sigue abrumado por los números

que traen en sus cuadernos los colegiales despistados:

un seis corre panzudo por los jardines

y un dos viste de cisne anglófilo

y se desliza impune por el estanque del parque.

 

Las madres sin ojos, con cuévanos de mercurio,

hablan de nada entre linternas diurnas

y la tarde se vuelve tatuaje desconsiderado de un tiempo

patriarcal que ya es óxido. Desciende el sol

hacia los desvanes y el reflujo de la noche intuida

transporta algas

desde el fondo del mar que son gemidos sin eco

de las sirenas profanadas.

 

¿Por qué las estatuas saludan en francés a las muchachas

que llevan hierba en los ojos? Sus voces pomposas dejan

un plumaje de nieve en la primavera y flotan, livianas,

sobre los pedestales como insectos

inseminados por un cardenal atlético.

 

Se ríen las chicas con carcajadas de glasé parisino.

A veces meriendan luciérnagas mientras los fontaneros sin suerte

buscan un desagüe para la gramática indemne

de almas que enseñan orgullosas

sus antiguas venas de cristal.

 

No, nunca debes hablarle a las estatuas jactanciosas

de la corrupción de la carne y de los besos culpables,

de los suicidas que se reúnen en un ágape

para discutir sobre el temor enfermizo de los pájaros.

Nunca les hables de la cabellera

de un profeta infantil en la que se ahorcan

las víctimas del amor

                               cuando llega setiembre.

 

Veo a un fotógrafo que retrata el dolor cisterciense

de un ángel caído, y de los viejos monasterios

de la ciudad, ya abandonados, llega el rumor de los orcos,

su queja instantánea. Cruza el parque

un Orfeo furtivo como un submarino sin ancla

que trae noticias íntimas del infierno eterno

de los hombres.

 

Ahora comprendo que el policía local es un ángel

disfrazado, el ángel de la guarda que nunca encuentra

a su dueño, y los cisnes anglófilos le dejan plumas

para sus alas pastorales. Labios bárbaros, vencidos

por el oro de la tarde, lo acosan

con orfebrería de lujurias y los amantes sin boca

juran que desde las playas mordidas por el cielo

grita el verano

                                su melancolía de muerte.

 

Júrame ahora, brisa triunfal del sur,

que los arzobispos no son enemigos de las hormigas

y que este año abrirán las terrazas subterráneas,

allí donde el mar es un contrabandista

de un manantial de sangre que tartamudea

incendios menstruales.

 

Sé que allí abajo, al resguardo

                                                de la culpa,

hay una ciudad de los niños huérfanos

en la que las madres taquígrafas leen

un cuento en llamas con mayordomos malvados

y brujas analfabetas que robaron el abecedario.

 

Cae la tarde y juego sin tregua a las canicas

con mis penas y mis sueños.

Soy el niño que huyó de un cuadro de El Bosco

para perseguir lechuzas en las noches bíblicas

y susurrarle a la muerte

que todas sus promesas ensucian el alma

como una tarta de nata venenosa y caducada.

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