Feria 2019

La Feria del 94

Ángel Olmedo | Lunes, 20 de Agosto del 2018
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Kurt Cobain se había disparado un tiro en la cabeza el 5 de abril, dejando huérfana a su banda Nirvana y engrosando ese particular club de celebridades que abandonan la existencia a la prematura y tierna edad de veintisiete años.

Pero Seattle estaba muy lejos para cualquier joven tomellosero, por mucho que, en su reproductor de cassettes (“walkman”) o, si era privilegiado, en los mamotréticos “discman”) retumbaran, repetidamente, los acordes de las canciones de Nevermind.

Por eso, se esperaba con una mezcla de ansiedad y expectación la Feria. Esa semana en la que el pueblo descansaba de sus particulares quehaceres y, apurando el verano, se aventuraba a siete días de popular festejo y despreocupación horaria.

Tranquilidades y ocios que duran lo que duran. No en vano, unos meses después, el pueblo entero se haría a la calle para protestar por el Plan General de Ordenación Urbana que pretendía poner en marcha el alcalde Javier Lozano y que, a la postre, permitió que la Casa Consistorial observara una mayoría absoluta de los populares que duró dos décadas.

En el Ferial, los zapatos se cubrían de una película de polvo que impedía descubrir su verdadero color, mientras los más valerosos se atrevían con las embestidas del “Boomerang” (más popularmente conocido como la “uve”) aunque no olvidaban, con esa mezcla de nostalgia y cariño, los bamboleos repentinos del “Látigo” y los timoratos se aventuraban al siempre cómico (y repetitivo) “Tren de la Bruja” o, en el exceso de riesgo, surcaban el viaje del “Barco Pirata”.

A nuestra Selección Nacional de fútbol, con un Caminero en auténtico estado de gracia tratando de discutir los pírricos planteamientos de Javier Clemente, la había eliminado Italia en cuartos de final, y una ola de indignación, aún no atemperada, clamaba por la injusticia de la nariz rota de Luis Enrique, tras un codazo de Tassotti, que el húngaro Sándor Puhl decidió no sancionar como penalti.

En “Los Pinos”, un lugar oscuro y protegido de miradas inquisitivas, los adolescentes se descubrían, con pasión y atolondramiento, los rigores de unas hormonas que viajaban a una velocidad vertiginosa y dudosa del futuro.

Mientras los mayores se dejaban caer, andada la noche, en las churrerías, bromeando sobre la fuga de Luis Roldán, los más jóvenes parodiaban el “tonto es el que hace tonterías” de Tom Hanks en Forrest Gump.

Apenas un mes antes, ETA, que “convivía” en una aún menor de edad sociedad democrática como la española, había asesinado a tres personas, entre las que se encontraba el Director General de la Policía de Defensa.

Aquel verano, también, los chicos de mi edad, se habían sentado ante el televisor, tarde tras tarde, soportando temperaturas infames, para festejar el cuarto Tour consecutivo de un Miguel Induráin que nos malacostumbraba con su efigie hierática mientras distanciaba a sus rivales en la crono de Bergerac (ganándose a pulso el apelativo de “Tirano de Bergerac”) y aguantaba con los mejores ascendiendo puertos como Hautacam, Alpe D´Huez o Luz Ardiden.

En la Feria del 94, se decía, sin miedo a sonar políticamente incorrecto, que en “los moros” habían traído las nuevas camisetas de Stoichkov en el Barca o de Laudrup en el Madrid, aunque, por entonces, las zamarras aún tendrían que esperar un año más para estar personalizadas y encontrar la del Deportivo con la que Djukic había fallado el penalti que le hubiera valido la Liga a los coruñeses era ciencia-ficción.

En ese mundo, con catorce años, trece para catorce (en realidad), pero ése era un detalle que convenía obviar en las negociaciones con tus padres, vivías dos Ferias.

Una, necesariamente corta, en la que podías acudir con tus amigos y administrar, del mejor modo posible, la paga que tus padres y abuelos te concedían para la Feria, con el ineludible sambenito del “ten cuidado, que hay más días que longaniza… que la Feria es muy larga”.

Y la otra, distinta, pero ahora más prestigiada, en la que tus padres te acompañaban y podías trasnochar más, subiendo a alguna atracción (subvencionada, de nuevo, por los tuyos), consiguiendo algún capricho adicional, como esas figuritas articuladas de los forzudos de la lucha libre estadounidense que ejercitaban llaves como el “tombstone piledriver” (que aquí Héctor del Mar bautizó como llave de pique”) u observando, con sana envidia, cómo a algunos de tus compañeros de clase, sus padres, aún les permitían regresar pasada la medianoche.

Aquella Feria del 94, en una de esas prórrogas paternas, el universo previamente conocido se resquebrajó. Fue de súbito, como un rayo que ilumina una estancia abandonada. Una mente deudora de épicas deportivas, de héroes en retransmisiones televisivas que se podían interrumpir por las condiciones atmosféricas, y apenas introducida en lecturas cuya mera referencia, a día de hoy, resultaría bochornosa, sintió un impulso nunca antes conocido al descubrir la sonrisa de una chica que, con una falda de vuelo, caminaba, sonriente y despreocupada, mientras sostenía un palo coronado con algodón dulce y rosa.

En ese regreso a casa, por el “largo de los feriantes”, ya no posaba mis ojos ni en los muñequitos, ni en los cómics, ni en los balones de reglamento, ni reclamaba la atención de mis padres pretextando dolor de pies o cansancio. De aquéllas, obviamente, no cabía el recurso a las redes sociales para llamar la atención de esa desconocida.

Algún fenómeno inexplicable se había suscitado y ni siquiera podía asegurar que mis preguntas fueran las adecuadas para hallar algún tipo de respuesta.

Pasaría un año, en la Feria siguiente, para conseguir el primer beneplácito paterno de acudir, en compañía de un viejo amigo, al concierto de Celtas Cortos. Era una especie de salvoconducto, un certificado de mayor edad anticipado, con restricciones y cautelas, pero con vigor suficiente.

Ninguna respuesta había sido encontrada (nunca existen, desengáñense) pero, curiosamente, la Feria ya parecía un lugar más pequeño, más trivial, donde, a buen seguro, las sonrisas que pretendías encontrar nunca iban a aparecer.

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