Llegó un momento en que el cabo del Guardia Civil
de Bellavilla comenzaba a perder el sueño, aunque se acostara cansado de la
faena diaria. Alguna infusión de tila le preparaba su señora, con el fin de que
se relajara, por lo menos en la noche. A tal punto de obsesión había llegado la
preocupación, por la resolución de los dos casos con resultado de muerte y
presentación sarcástica de los cadáveres. En una noche de esos insomnios
después de barrenar mentalmente, se le ocurrió la idea de utilizar los guantes
y los cartas, aparentemente enviadas por “El fantasma”, no como objetos de
observación, puesto que no había conseguido avance alguno y sí la chacota de la
persona que los hubiera enviado. Utilizaría aquellos elementos con la ayuda de
la ciencia llamada Cinología, de la que se hablaba mucho en estudios e
informes, que mensualmente le mandaban del Ministerio del Interior de Madrid.
Había
leído y casi estudiado que se utilizaban
perros adiestrados para descubrir personas perdidas, víctimas en un derrumbe, e incluso en la
búsqueda de drogas ocultas, y en asuntos de contrabando. Siempre citaban casos
experimentales y otros reales con un
resultado siempre sorprendentemente positivo.
Aquellas lecturas le dieron la idea: Podría
conseguir un perro que haciéndole oler las cartas y los guantes le llevara a la
persona originante de aquellos. Los problemas le surgieron como por sortilegio:
¿Dónde encontrar un perro que fuera fiable? ¿Cómo llevar el animal por la
calle, oliendo a todo el que se encontrar con él? Sería inútil, quedaría
ridículo y el “Fantasma” se reiría más.
A la mañana siguiente, sentado en su mesa habitual
de despacho le volvió la idea nocturna. Le pareció ridícula. Esos trabajos
podrían hacerlos en lugares, donde hubiera personal con más conocimiento de
causa y más medios que en estos pueblos. En el mismo instante sintió el resorte
de su espíritu de lucha «si otros lo hacen, por qué yo no». Nunca se había
rendido ante nada, ahora tampoco. «Me
las ingeniaré como sea» –se oyó decir a sí mismo al tiempo que daba una palmada
fuerte sobre la carpeta negra del despacho.
A partir de este momento se puso a funcionar la
maquinaria de su imaginación a toda potencia, y no era poca hasta el
momento, lo testaban los éxitos
conseguidos.
Se dejó guiar por la imaginación. El primer paso
sería ir a visitar al hermano ”Pardiñas”.
Así habían rebautizado los vecinos a don Joaquín
Pardina Soro, era un vecino más de Bellavilla por estos tiempos. Oriundo de la provincia de Huesca,
exactamente de un pueblecillo llamado Olsón, había nacido en una familia de
campesinos con otros tres hermanos, de los cuales él era el pequeño. La vida
quiso que una maestra llamada Dolores, recién terminados los estudios, fuera
destinada a tal pueblo oscense. Allí se conocieron y se enamoraron. Al cabo de
unos años de noviazgo y de consecución de puntos en su carrera, el Ministerio
de Ecuación la destinó a nuestro pueblo, y el suyo, donde al cabo de poco
tiempo contrajeron matrimonio. Fruto de esa unión nació una niña, a la que
impusieron el nombre de Dolores, como su madre.
Don Joaquín no tenía estudios universitarios, pero
sí una fuerte formación académica y un elevado empuje negociador y de lucha. El
«don» se lo agregaron los vecinos por ser cónyuge de maestra y sobre todo
porque se hacía respetar por su cordura y
acertados consejos. En poco tiempo se ganó la estima y el reconocimiento
del vecindario.
Como no quería vivir a costa de la maestra y no
poseía tierras en las que trasplantar sus conocimientos de Aragón, compró un
coche «Ford A» con los ahorros de casi
toda su vida y lo destinó a “servicio de taxi” tras las necesarias
documentaciones y permisos. Poco le duró, porque estallada la guerra el bando
republicano se lo requisó «para el servicio de las milicias», le dijeron a modo
de excusa.
Al poco tiempo murió su mujer de una afección
cardíaca, dejándolo con una hija y una mano delante y otra detrás. Se las
ingenió de nuevo para poner una tienda de ultramarinos, él la llamaba “el
tienduche”, por lo reducción del espacio y los pocos productos a la venta. Su
fama de persona recta y buena le fue garante ante las gentes que en unos meses
se habían hecho clientas fijas, de modo que hubo de dedicar una habitación de
la casa como almacén.
Sonó la campañilla de la tienda. El tendero estaba
sentado en la cocina calentándose las manos, después de haber pelado unas
patatas, para hacer ‘ajo mortero’ para medio día. Salió su hija, también
llamada Dolores, iba a decir, como siempre que entraba alguien, «buenos días,
¿qué quiere usted?», pero se quedó muda al ver al guardia.
-Enseguida salgo, si no puedes tú despachar a la
clienta, -se oyó decir desde dentro.
La niña entró corriendo a la vez que decía:
-Padre, hay un guardia en la tienda.
Salió el comerciante con su guardapolvos de color
caqui, que le servía casi de uniforme y en cuanto apareció oyó decir al
guardia.
-Buenos días, don Joaquín, no se asuste que no
vengo en plan requisitorio, -le dijo con una de las pocas sonrisas que dedicaba
a la gente que no fueran su mujer e hijos.
-Buenos días, don Anastasio, -fue la respuesta del comerciante al que no
llegaba la camisa al cuerpo, añadiendo- ¿En qué puedo servirle?
-¿Tiene Usted
todavía aquel perro pachón, que
llevaba cuando se juntaban los amigos algún domingo, para conseguir algunos
conejillos?
-Pues, sí señor, ahí en el patio lo tengo. El
pobre está deseando salir al campo y dar unas carreras, pero solo lo saco a las
eras, para que se airé y estire las patas. De caza sabe usted que no.
-Don Joaquín
quiero proponerle un asunto de enjundia y alto secreto, pásese por el
cuartel esta tarde, al anochecer y lleve su escopeta como si fuera a pasar
revista. Necesito que hablemos tranquilamente sin que nadie nos observe y qué
lugar mejor que allí. He venido personalmente porque, como le digo, es un asunto
importante. Tranquilo. Para mí, usted es
una persona honorable y respetada en el pueblo, así que no tema nada.
Se le hicieron las horas siglos al hermano
Pardiñas. Le gustaba mucho la comida que había preparado junto con su hija,
pero parecía como si se le hubiese cerrado el estómago. El pega-ojos de la
siesta no le hizo tranquilizarse.
Volcaba la tarde cuando salía de su casa con la
escopeta desmontada y guarda en la funda. La hija la dejó con Andrés un vecino
muy querido por ellos dos.
Llegó en pocos minutos a su destino, saludó al
guardia de puertas.
-Buenas tardes, he quedado con el cabo Bornes,
para la revisión de la escopeta.
-Muy buenas, don Joaquín. Pase, lo está esperando
en su despacho, -tocó con los nudillos el guardia en la puerta y se oyó la
respuesta.
-¡Pase!
-Da usted su permiso, mi cabo, dijo con un hilo de
voz el de la escopeta.
-Claro que sí, pase y siéntese, -lo hizo en una
silla frente al de la Benemérita, mientras éste se levantaba y le estrechaba la
mano. Deje la escopeta en esa otra mesa. Tome un cigarro y relájese, por favor;
soy muy serio pero todavía no me he comido a nadie, -dijo el cabo con una
carcajada de bajo profundo.
(Continuará)
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Jueves, 2 de Mayo del 2024
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