En el capítulo anterior hablé
del baloncesto, deporte poco practicado
entonces en Tomelloso. Predominaban el futbol y el ciclismo. Y de mis recuerdos
del ciclismo en general trataré ahora. Digo del ciclismo en general porque
pretendo referirme no sólo a práctica de él como deporte, sino también al
uso de la bicicleta como medio de transporte generalizado en una ciudad tan extensa y tan propicia
para ello por su suelo carente de cuestas y repechos.
Es posible que Tomelloso fuera entonces -me estoy refiriendo a los años cincuenta del siglo pasado- el pueblo de España con mayor número de bicicletas. En cada casa, me atrevo a decir, había una bicicleta por varón y alguna que otra de mujer. Podría saberse el número exacto pues, entonces, las bicicletas tributaban. Estaban gravadas con el arbitrio municipal de carruajes, caballerías de lujo y velocípedos. Era un tributo anual, cuyo pago se justificaba con un chapita que debía, a modo de matrícula, llevarse cogida con un cordón de alambre, en la parte frontal, bajo el manillar, en el tubo de dirección.
De ahí que hubiera un censo o matricula de contribuyentes “bicicleteros” que dormirá en el archivo del Ayuntamiento. Archivo, por cierto, que estuvo a cargo de nuestro ilustre profesor don Francisco García Pavón los años 1955/1960, en base al cual escribió su “Historia de Tomelloso [1530-1936], publicada, su primera edición, en 1955 (Madrid: Gráficas Sánchez) y presentada en el Casino de San Fernando, el jueves 1 de septiembre de ese año y, a continuación, quedó el archivo bajo la dirección de la que fuera nuestra compañera de curso del colegio, Ana Victoria Velasco Santos, entre 1960 y 1975.
De la afición ciclista tomesollera nos da ya noticia Félix
Grande, en su Balada de abuelo Palancas.
El 20 de mayo de 1934, se celebró una
carrera ciclista, con un recorrido de ochenta kilómetros, por aquellas
carreteras que “servían a los corredores no para hacerse ricos, sino para sufrir, y cuando
las bicicletas no estaban fabricadas para cortar el viento, sino para
embestirlo.” Obtuvieron premio en ella, nos cuenta Félix, el ganador, Antonio Jareño el Candojo: treinta
pesetas y un sillín de paseo; segundo veinte pesetas y un manillar de carrera; tercero diez
pesetas y un farol; cuarto un duro y dos cámaras de bicicleta; el quinto un
duro y una cámara; el sexto cinco pesetillas y el séptimo un timbre.
De
esa pasión por la bicicleta en Tomelloso y de tantas otras cosas, nos ha
hablado recientemente Carlos Moreno en La Voz de Tomelloso, 19 de septiembre de
2020, y no me queda más que añadir
algunas pequeñas singularidades que permanecen en mi recuerdo. Como dice, “la bicicleta fue compañera inseparable y elemento
imprescindible de panaderos, lecheros, carteros, policías, afiladores,
vendedores de mostillo, guardas rurales, agricultores, sifoneros y los
vendedores ambulantes más variopintos…” Efectivamente, recuerdo a los agricultores
salir del pueblo con su espuerta de esparto y sus aperos de labranza, según la
estación y tarea a realizar, en el trasportín, y recuerdo la bicicleta con sus dos
cántaros de latón vacios, aparcada en la
puerta de la biblioteca municipal mientras
Félix Grande, terminado el reparto de su blanco contenido, se nos unía y
participaba en la tertulia que allí presidía don Francisco García Pavón. El otro gran poeta local y nacional, Eladio
Cabañero, hacía también mención a aquellos “campesinos
que vienen o van del pueblo en bicicleta, con la punta del copete de la abarca
metida en los rastrales, sintiéndose corredores ciclistas…”
Por entonces, muchos domingos y
festivos, cuando el tiempo lo permitía y, como los festejos taurinos, “con permiso de la autoridad” -ya que
quedaban reflejadas en el Diario municipal- se celebraban carreras en el velódromo de
gravilla gris que circundaba el campo de futbol y el de baloncesto con gran
asistencia de público, bien por la concurrencia de renombrados profesionales
del pedal,
bien por la rivalidad entre los corredores del foro y de las inmediaciones. Entre los primeros: “Bahamontes, Poblet,…Manzaneque”,
como nos recuerda Moreno, o el malogrado
corredor murciano Antonio Sánchez
Belando, “El Nene”, del que decían que era el único capaz de inquietar en pista
a Poblet, que moriría a consecuencia de un accidente, el
11 de abril de 1954, cuando participaba en el VI Circuito Ciclista de Cartagena,
al chocar con un carro que se encontraba parado en una curva, clavándose en el
pecho una de las varas del vehículo.
De los de Tomelloso recuerdo a una pareja
famosa entre la afición local: “El Mena” y “el Heredia”. Se decía que practicaban un singular
entrenamiento, al que también se refiere Moreno. Bajaban a los pueblos de Jaén
en unas bicicletas con una rueda de atrás gruesa y un “porta” o trasportín
grande sobre el que, con un gran pellejo
lleno de aceite, subían
Despeñaperros y, después, por
sendas y caminos, trochas y veredas, venían pedaleando, para venderlo en el pueblo.
En el velódromo, sobre las bicicletas de carreras,
acostumbrados a las otras, y a las rampas del puerto, quitos, escoteros o desembarazados de la carga, volaban. Por
entonces se hizo famosa allí una frase que acostumbraba a decirle el uno al
otro: “Alza el culo y cambia”, que
quedó como expresión genérica para
requerir diligencia, prontitud o rapidez en cualquier tarea. Y, no
de ellos, sino de un espectador tomellosero, me hizo gracia una palabra, por lo
expresiva de la postura del esprínter, que
le oí decir: “Cuando el Mena levanta el
culo del sillín y empieza a dar camellás…
no hay quien le siga.” Y es que el Mena, más que el Heredia, completaba los
ingresos de su negocio con magníficos resultados en estas carreras, en las que,
con frecuencia participaban otros corredores locales o de la zona (Rafael López, Julián Perona, Alfonso Losa, Manzaneque, de Campo de Criptana, Vicente
Merino, de Malagón, etc.) Mi memoria adolescente, a pesar de no ser mala,
adolece, en esta ocasión, de falta de detalle respecto de estos personajes ya
que no alcanza a distinguir entre los dos Menas (Antonio y Daniel) y los dos
Heredias (Vicente y Blas) que, veo,
participaban en aquellas carreras, aunque me inclino por los dos primeros que eran los más frecuentemente ganadores, según las crónicas.
De cómo, cuándo y gracias a quién se pavimentó aquel
velódromo de gravilla nos ha hablado
Tinete Negrillo en su artículo “A propósito de
las bicicletas” en la Voz de Tomelloso del Miércoles, 30 de Septiembre del
2020. Y de cómo, cuándo, dónde y con
quién, decían las lenguas de doble filo, que gastaban lo conseguido en los
premios los mencionados Mena y Heredia, no seré yo quien lo propague.
Había carreras para niños, para neófitos y para
profesionales, “independientes”, y aficionados.
Dependiendo del tipo de carrera, el número de premios y su
cuantía eran diferentes: unas veces eran
fijos y predeterminados y otras variables: a repartir lo recaudado en taquilla.
Muestra de esto son los conseguidos en
la carrera celebrada el 25 de Julio de 1955 según nos informa el Diario
municipal:
“En el Estadio
municipal, a las 18'30 horas, con los precios de 4 y 2 ptas., se celebró una
carrera de bicicletas, repartiéndose el total de la taquilla, que fue de 705
ptas., entre los ganadores, de la manera siguiente: 1º Francisco Alcañiz, 235 ptas.
2º.- Pedro Marquina, 188. 3º.- Vicente Heredia, 141. 4º.- Antonio Linares, 94 y
5º.- Alfonso Losa, 47.”
Permítanme una digresión a los
efectos de calcular la asistencia. Las 4 pesetas era la entrada de hombres y
las 2 de mujeres y niños. Si estimamos una asistencia del 80 por ciento de varones
mayores y 20 por ciento de mujeres y niños, la asistencia de aquella velada, no
de las más atractivas, que recaudó 705 pesetas, debió estar próxima a los doscientos espectadores.
No faltaban las carreras a beneficio
de determinados fines o de solidaridad con compañeros, como la que tuvo lugar el domingo 16 de noviembre de 1952, a
beneficio del corredor local Vicente Heredia, que resultó con fractura de
clavícula en la anterior carrera celebrada el día primero de noviembre.
Entre mis primeros recuerdos del
ciclismo está la llegada, el 3 de octubre de 1952, de la octava etapa Toledo-Ciudad
Real-Tomelloso, de la II Vuelta Ciclista a Castilla, con la participación de
figuras españolas de la talla de Bernardo Ruiz, Gelabert o San
Emeterio. Y, en el verano del año siguiente, la carrera en el velódromo
municipal, de nuevo, con Gelabert, Bahamontes
y Langarica.
Presenciando una de aquellas carreras, en pleno verano y bajo
un sol de justicia, mi hermano Luis, q.e.d., cogió una insolación y nos llevamos un
buen susto.
Como he indicado, con frecuencia acudía a correr, Fernando
Manzaneque, desde Campo de Criptana. Con él coincidí, y fuimos charlando
durante el trayecto, en el tren, camino
de la feria de Valdepeñas de 1954. Yo iba invitado por mi compañero de curso y
amigo, también fallecido, Jesús Castaño Izarra, y él iba a participar allí en una carrera. Y, hablando de Bernardo Ruiz y de la vuelta a
Francia, me comentó: “hombre, si yo
pudiera entrenar como él…, pero fíjate que he estado segando toda la campaña
hasta el otro día”. Después Fernando sería un gran corredor que haría un
magnífico papel en el Tour, llegando a quedar
un año en sexto lugar.
Para concluir, pidiendo disculpas por el protagonismo, me queda hacer referencia a mi modesta, y un
par de veces accidentada, relación con la bicicleta.
Al cumplir los seis
años un tío me regaló una pequeña bici azul de piñón fijo, con ruedecillas
supletorias con la que aprendí a sostenerme sin ellas. Pasaron muchos años sin
volver a montar en velocípedo alguno y como dicen que el montar en bicicleta no
se olvida, cuando llegue a Tomelloso y vi una preciosa Orbea de paseo de mi
padre, que con sus cincuenta años, su 1,90 de estatura y sus cien kilos de
peso, había aprendido a montar o, al menos, a mantenerse y progresar en un
equilibrio un tanto inestable, lo primero que hice fue sacar la bici y probar a
dar con ella una vuelta a la plaza (del Carmen). La mayor altura del sillín y,
seamos sinceros, mi escaso dominio, hizo
que tras la segunda curva fuese a parar contra la valla de la casa del maestro
don Mariano Herraiz, que me recibió – la valla, no el maestro- no
muy amablemente, causándome unas
profusas rozaduras en el costillar derecho que, en previsión de que no me volvieran a dejar tocarla, y ante la
ausencia de testigos, sufrí en secreto.
Por cierto, don Mariano, bajito, enjuto, mayor, -que tocaba
la flauta travesera y nos dio algún concierto y alguna siesta, ensayando- debía
haber aprendido a montar en bici hacía poco tiempo, como mi padre. Cuando venía o iba en ella,
como dirigiera su vista a alguno para saludarle, alguna que otra vez, el saludo
terminaba, más que en gesto, en conato de atropello.
Fui adquiriendo mayor soltura y nos compraron una DAL, de
paseo también, negra, con trasportín en
el que llevaba a mi hermano al colegio y
con la que me familiaricé hasta el punto de participar en pruebas de
habilidad en las fiestas del Carmen,
como las carreras de cintas, de
obstáculos o las de equilibrio, consistentes en llegar, no el primero, sino el
último, sin poner pie en tierra, en un corto circuito.
Pero el anterior no sería mi único percance “bicicleteril”.
Meses después, ya con mi DAL, terminado el curso y recién comenzadas las
vacaciones, un día fui a acompañar a mi amigo Cristóbal hacia la Alavesa. Me
refiero a Cristóbal García Rodríguez con
el que mantuve, hasta su final, aunque fuera telefónicamente, una amistad de
las que ni la distancia hace palidecer ni el tiempo debilita. Entonces su
madre, viuda, llevaba el comedor del Pantano de Peñarroya que estaban
construyendo –“El empantano”-. Cristóbal la ayudaba en la tarea y con su
bicicleta venía al pueblo a hacer la compra de los productos necesarios.
¡Cuántas charlas,
después, en la trastienda, en la “rebotica”
de su papelería!
Le acompañé durante bastante trecho hasta que me di cuenta, por
la altura del sol y por su fuego, que se
me estaba haciendo tarde para llegar a casa a comer. Di la vuelta y para ganar
tiempo y acortar distancias, por una senda de tierra, aceleré cuanto pude. En
una curva me derrapó la bici y el morrón fue bueno. Consecuencias: unas rozaduras en la pierna y el
brazo derecho en carne viva. Llegué a casa cuando ya estaban en la mesa. Subí
al cuarto de baño y como pude me lavé las heridas y para que no se me notaran
me puse una cazadora de verano blanca cuya manga larga tapaba las gasas y los
esparadrapos, indumentaria que llamó un tanto la atención de mi madre, dado el
calor que hacía.
Aquella tarde había sido elegida para que me compraran, en
premio de haber aprobado el 4º curso de Bachillerato, mi primer reloj de
pulsera. Fue un reloj niquelado, de marca Demax, desconocida, pero suiza (swis
made), que me duró media vida y que, aún funcionando perfectamente, perdí un
día cuando llevaba en brazos a mi hija Luisa. Debió saltar uno de los vástagos
de la correa y no advertí su caída. Pero todo esto viene a cuento de que desde
casa a la relojería (Joyería de Román Angulo,
en Don Víctor 19) que había una
considerable distancia, llevé a mi madre cogida de mi brazo herido aguantando el dolor por no descubrir, de
nuevo, la caída.
Pero ¿Quién, que haya montado en bicicleta con la frecuencia
que lo hacíamos entonces, no tiene anécdotas más jugosas de descabalgamiento “bicicletero”?
y ¿Quién, a consecuencia de golpes o desgastes, no pasó ese su medio de
transporte o deporte, por la enfermería del taller de bicicletas de Negrillo?
El que no tenga una caída en su cuenta, que tire la primera piedra.
Allí quedaron las dos bicicletas, la Orbea y la DAL, aún en
buen estado, y, con ellas, todos estos momentos y otros muchos que, sin
embargo, perviven en esta mi memoria
adolescente. Les guardé fiel ausencia,
pues no volví a cabalgar en bicicleta alguna.
Comenzaron a verse desplazadas por los ciclomotores, las
motos de baja potencia, las rojas “Guzzis” y las verdes “Montesas” y “Vespas”. Después, aunque siempre hubo algún que otro “Mercedes”,
llegó el “600”. Pero entonces yo ya no estaba allí.
Madrid, diciembre 2020.
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