Un rayo de sol, que entra por la cristalera hasta la mesa, fabrica reflejos de la taza sobre el techo. Ciri está absorto mirándolos y, de modo inconsciente, hace girar la cucharita desliendo el azúcar en el café. Tan inmerso está en su tarea que no pronuncia palabra.

—Alguno de los aquí presentes está en la inopia, —murmuro con tono suficiente para llamar su atención.

—Ah, sí. Perdona me había distraído con el dibujo tan bonito del sol y la taza en el techo. ¿Qué dices? ¿Qué tal la semana?

—Bien. He dado vueltas a tu intención de la semana pasada de la clase magistral para entender la movida de los agricultores europeos y por tanto españoles. Tengo que reconocer que es complicado y tiene más teclas que un piano. Es difícil la solución, pero no imposible. Pienso que deberían escuchar las opiniones de la gente comprometida en el campo y la ganadería y no dictar leyes desde las mesas de despachos. 

—¿No ves? Mi preocupación estaba fundada. 

Mi amigo da un pellizco a la magdalena, lo introduce en la boca y vuelve a observar los dibujos del sol en el techo. Me está mosqueando tanto mirar los reflejos… Lentamente gira la cabeza bajando a la vez los ojos y me dice:

—Si te cuento lo que me he enteré el otro día ¿me prometes no reírte?

—Prometido, —le respondo sin demasiado convencimiento; sé que cuando Ciri me pide esto, algo esconde; aun así, me arriesgo.

—Conoces, aunque sea de pasada, la preocupación del gobierno actual por los animales.

—Desde luego que sí. Es imprescindible respetarlos, protegerlos, y por supuesto no maltratarlos. Esto es de cajón. Yo lo he hecho desde siempre, así me ensañaron y así lo enseño, —contesto.

—Pero, —continúa mi amigo—, en la literalidad de la ley, sabes, exageran los tintes, a mi entender y a los de alguno más. 

—¿Para esto me pides que no me ría?, —le reprocho.

—No. Es por lo que te voy a contar ahora. Resulta que un tal Joselu de mote Amaceté se ha tomado muy en serio la citada ley. Tiene una granja en el campo. En ella hay gallinas, pollos, patos pavos, cerdos, perros, qué te voy enumerar, el Arca de Noé se le quedaría pequeña. Joselu es un amante inclusivista de todos de todas y cada uno y cada una.

—Comprendo. Obvio que se preocupe por el bienestar de estos sus amigos.

—Aguanta un poco compañero que ahora viene lo bueno. Él piensa que los animales que mejor viven en este mundo son los humanos, por lo tanto, quiere que los compañeros irracionales tengan las mismas comodidades. Un día cualquiera antes de que «Dios ponga sus luces», según dice Amaceté, les pone música clásica y, dependiendo de la fiesta, alterna del siglo XVIII o XIX. Por la noche para que vayan relajando mentes y músculos suenan por sus altavoces las flautas relajantes y curativas del Tíbet.

—¡Ciri! Te estás quedando conmigo, —le respondo forzando seriedad de acuerdo a lo prometido.

—Pues todavía no has oído ni la mitad. En su granja no existe la paja para las cuadras, perdón, allí no se llaman así, son moradas compartidas,  ha colocado moqueta en todos los apartamentos. Aquí surge un problema, los pobres animales no saben que para hacer pis o caca hay que ir al excusado…, ya te imaginas donde lo hacen. Justo, en donde les da el apretón. El problema viene para la limpieza del día siguiente. Se pasa el pobre la jornada con la aspiradora, la lejía y la fregona. Piensa, un pis o una caca de un perrillo pronto se limpia y ¿la de un cerdo o una vaca…?

—¿Esto que cuentas es cierto?, —le pregunto nadando en un mar de dudas e incomprensión—   ¿No te estarás quedando conmigo?

—En absoluto. Lo más grande viene ahora. Siempre según Amaceté, los animales dentro de su especie tienen su sistema de comunicación verbal y no verbal. En el segundo no tienen problema ninguno para entenderse, si el burro se enfada, da un par de coces y todos entienden. Si al gallo se le cruzan los cables reparte picotazos y aguijonea con los espolones, ídem de lo mismo. Pero en el verbal, como el de sus congéneres bípedos implumes, si quieren comentar entre ellos otras cosas, hablar del tiempo, del retraso en nacer la hierba por el cambio climático, de los meses que le quedan a la vaca para dar a luz a su retoño, del pienso tan bueno que hacen ahora, contarse algún chiste…

Me estoy quedando a cuadros, no me decido si admitir lo que dice mi compañero o levantarme e irme, siento que me está tomando el pelo de una manera descarada. Yo tenía conocimiento de gente que comparte con sus mascotas tresillos, sillones, incluso que hay quienes se acuestan en la misma cama, pero esto que estoy escuchando... Regreso de mis pensamientos oyendo a Ciri decir:

—Por fin ha resuelto Joselu el problema. La solución le vino el miércoles, cuando en el debate de control al gobierno, vio a sus señorías en los escaños con los auriculares y micrófonos incorporados en sus testas. ¡Eureka! Cual otro Arquímedes descubriendo la relación entre el agua desalojada y el volumen del cuerpo sumergido. ¡Lo encontré! ¡Ya está la solución! A cada uno de mis compañeros animales no humanos les compraré unos cascos y un micrófono para que, cada uno en su propia lengua, cuando quieran hablar entre ellos, comprendan el idioma del otro. Se aplaudió a sí mismo, salto, se besó, se abrazó, se hizo la ola. Estaba ebrio de satisfacción. Sus poros somáticos rezumaban alegría en vez de sudor. Por fin: La perfección.

—Compañero, —corto a mi amigo que elevaba el tono de voz a cada frase— ¿qué ingeniero le va programar el sistema para la traducción simultánea de los idiomas animalísticos?

Mi amigo me mira, ve mi cara seria (debo recordar que había prometido no reírme) y es él el que estalla en una carcajada gigantesca, ruidosa y larga, tanto que le saltan las lágrimas y le faltan servilletas para limpiarse los ojos.

—¡Ciriiii, la madre que te p…!, ya ha vuelto a pegármela.